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Vanguardia y nazismo

La injerencia del nacionalismo en el ámbito de la cultura, en opinión de Tomàs Llorens, puede orientar su dramaturgia del odio contra la concepción cosmopolita del arte.

Vanguardia y nazismo

La historia del arte está evolucionando, aunque no tan bruscamente como se proclama algunas veces. Quien siga las publicaciones científicas del Museo Thyssen podrá percatarse de algunos cambios que se están produciendo en la historia del arte del siglo XX. Un ejemplo destacado es el catálogo de la exposición actualmente abierta al público, dedicada al conjunto de pintura expresionista alemana que reunió el Barón Thyssen-Bornemisza a lo largo de su vida. La novedad en este caso estriba en que la atención del historiador se centra en la actividad del coleccionista más que en las obras mismas.

No debería sorprendernos. La historia del coleccionismo ha formado siempre parte de la historia del arte, sobre todo de alguna de sus ramas especializadas, como la catalogación. Cuando se trata de decidir la autenticidad de un cuadro o de una escultura, conocer la cadena de sus sucesivos propietarios es crucial, ya que nos permite afirmar que es la misma que, siglos atrás, salió del taller del artista para pasar a ser propiedad de su primer cliente. Pero a mediados del siglo XX los estudios de coleccionismo empezaron a orientarse hacia objetivos más interesantes y ambiciosos. Se convirtieron, por ejemplo, en una rama esencial del estudio de la recepción crítica de un artista, es decir de la historia de los cambios en su apreciación que se producen a lo largo del tiempo. Fue Roberto Longhi, en su ejemplar monografía de Piero della Francesca (1927), quien acuñó este concepto. O pasaron a ser un aspecto inseparable del estudio del significado social y político que las obras de arte tuvieron en su tiempo, tal como lo formuló Francis Haskell en «Patrons and Painters» (1962).

Sobre el arte del siglo XX se ha escrito mucho, aunque la mayoría de lo publicado es repetitivo y pertenece al ámbito de la retórica, más que al del saber histórico propiamente dicho. Pero los estudios de coleccionismo siguen siendo escasos. Esto presta un interés singular a los dos textos del catálogo de la exposición del Museo Thyssen. Los dos están basados en una cuantiosa investigación de archivo y contienen un rico acervo de información nueva. El primero, debido a Guillermo Solana, es un relato detallado de las circunstancias en que se produjeron las adquisiciones de pintura expresionista del Barón Thyssen, desde la primera hasta la última. Solana ofrece un retrato, vívido, pero rigurosamente fáctico, del coleccionista en acción, sus circunstancias, sus preferencias, sus motivaciones y sus estrategias a lo largo de cuarenta años.

Aquí voy a detenerme en el segundo texto, escrito por Paloma Alarcó. Estudia la historia del coleccionismo de esos mismos cuadros antes de que los adquiriera el Barón Thyssen. Ese «mosaico de historias», como lo llama la autora, permite perfilar una historia general de la recepción del expresionismo en el siglo XX. Alarcó la divide en los siguientes apartados: a) la formulación de una nueva poética común por parte de los jóvenes expresionistas; b) la constitución y el crecimiento de un nuevo público y un nuevo coleccionismo a lo largo de los años 1920 y comienzos de los1930; c) La estigmatización del expresionismo como «arte degenerado» por parte del régimen nazi en los años 1930 y durante la guerra; d) su recuperación y reapreciación a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. La actividad coleccionista del Barón Thyssen se inscribiría en esta última fase y debería entenderse como uno de los esfuerzos más potentes realizados en ese período para contrarrestar la estigmatización nazi.

La fase más conocida, y al mismo tiempo más problemática, de ese proceso es seguramente la tercera. La historia de la persecución del expresionismo, y del arte de vanguardia en general, por los nazis se ha contado mil veces, aunque se ha investigado y entendido poco. La interpretación dominante suele reducir el episodio a una historia de buenos y malos: los «malos» nazis persiguiendo a los «buenos» artistas; y persiguiéndolos porque eran intrínsecamente «malos» o, en el mejor de los casos, profundamente «locos». La patología nazi, caracterizada así, excede del ámbito de la política y alcanza la dimensión sobrehumana de las catástrofes naturales, como la extinción de los dinosaurios o la pandemia de Covid 19.

La verdad es que esa lectura no nos permite entender nada. Hay cosas que no cuadran. Hubo sectores de las vanguardias que simpatizaron con el nazismo. Durante sus primeros años, al menos. Simétricamente hubo sectores del nazismo que simpatizaron con las vanguardias. El punto de no retorno fue la exposición «Arte Degenerado», que el régimen organizó en 1937 por iniciativa del propio Hitler. A partir de ahí las vanguardias quedaron definitivamente condenadas. Pero el proceso que desembocó en ese punto final no fue rectilíneo ni homogéneo.

Como todos los grandes movimientos políticos de la historia, el nacionalsocialismo fue el resultado de la confluencia de sectores e ideologías heterogéneas que no llegaron a integrarse del todo hasta los últimos años 1930. La horma final fue la combinación de nacionalismo y populismo extremos y violentos que todos conocemos. Pero, antes de llegar a eso, el partido y el régimen conocieron tensiones significativas, una de ellas la que oponía a los defensores de una concepción elitista y a los de una concepción populista del nacionalsocialismo. Esas tensiones incidieron en la relación del movimiento con el arte de vanguardia. Las actitudes de simpatía para con las vanguardias se dieron entre los partidarios de la concepción elitista. (Lo mismo había ocurrido en la Italia fascista). Para ello había muchas razones de afinidad ideológica (entre vanguardia y nazismo) que no puedo detenerme a explicar aquí. Sin embargo el triunfo final no recayó sobre ellos, sino sobre los defensores de la versión populista. Los populistas, Hitler en primer lugar, intuyeron que las vanguardias artísticas, como los judíos, o los homosexuales, podían convertirse fácilmente en blanco del odio de las masas, y que esos odios podían contribuir a fortalecer la argamasa social que convenía a su concepción monolítica y militante de la Nación. Así, no dudaron en montar todo el aparato teatral y mediático que hiciera falta para calentar esos odios. Los dos millones de visitantes que recibió la exposición «Arte degenerado» en 1937 indican que Hitler, aunque pareciera actuar como un loco histérico y perverso, no andaba desacertado en sus cálculos políticos.

Dicho de otro modo, los nazis persiguieron a las vanguardias porque eran malos y locos, sin duda, pero también, y sobre todo, porque les convenía políticamente. Y esto último es lo que debe hacernos reflexionar. Hoy no hay vanguardias, o son otra cosa, y una exposición como la de «Arte degenerado» sería imposible. Pero los nacionalismos llevan varias décadas creciendo de nuevo, y, lo que es peor, adoptando actitudes cada vez más populistas y de fomento del odio como argamasa masificadora de la sociedad. Dada su propensión a injerirse en el ámbito de la cultura, no sería sorprendente que orientaran su dramaturgia del odio contra quienes defendemos una concepción cosmopolita del arte, unas minorías que estamos, desgraciadamente, cada vez más indefensas y arrinconadas en el mundo de hoy.

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