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Los peones de la historia

Probablemente sea el peor jugador de ajedrez imaginable, pero lo vivo de forma apasionada. George Steiner

Los peones de la historia Alfons Cervera

Conocí a Paco Cerdà cuando él escribía en este diario y yo acababa aquí mis primeros y felices veinticinco años. Ahora he vuelto y Paco anda por ahí escribiendo libros magníficos. Hace unos años publicó Los últimos, una crónica estupenda sobre la despoblación: nada que ver con la fanfarria de otros libros parecidos que, desde el ensayo o la ficción, se adentran en territorios que ignoran y luego sale lo que sale. Su último libro es El peón: un tanganazo de gran literatura. Si ya en el periodismo escribía como si bebiera a la perfección en lo mejor del oficio, ahora no mengua esa perfección cuando cuenta una historia que sucedió en realidad, pero que, a fin de cuentas, sería igual de buena si se la hubiera inventado. Ya se sabe, como manda el tópico, que entre lo real y lo que se inventa hay escasa diferencia. Si, además, eso lo decía Antonio Machado, poca broma. Hace unos días, fue reconocido con el prestigioso premio Cálamo, que concede esa librería zaragozana.

En el invierno de 1962 dos campeones de ajedrez se enfrentan en Estocolmo: Arturo Pomar, español, y el estadounidense Bobby Fischer. El primero tiene poco más de treinta años, por los dieciocho del genio americano. Qué los une, aparte del ajedrez: pues la condición de ser peones en sus respectivos países. El peón, en el ajedrez y en todo, es el que pone la carne en el asador y la corte de poderosos que los rodea es la que se la come. Cuando tenía 14 años, Arturo Pomar era Arturito Pomar y salía mucho en el NO-DO y fotografiado con Franco en las revistas. El franquismo lo usaba porque necesitaba héroes populares que iluminaran las sombras de la dictadura. Cuando se hizo mayor y ya no era el campeón de siempre, el régimen lo dejó al pie de los caballos. Trabajaba en Correos y él mismo tuvo que pedir un permiso sin sueldo y pagarse el viaje y la estancia en Estocolmo. El otro, según voces autorizadas el mejor ajedrecista de todos los tiempos, fue la propaganda americana en la Guerra Fría. Al final, como le pasó a Pomar en España, los jerifaltes de EEUU lo abandonaron y vivió como un mendigo a pesar de los dos millones de dólares que tenía en Suiza, no sé si como el rey emérito o legalmente. Una enfermedad mental, como le pasó a su compañero de fatigas, lo acabó retirando hasta que murió, con poco más de sesenta años, en Islandia.

Los peones son los que hacen grande la historia. Y será ahí, en ese repaso a la historia de dos peones que son en realidad todos los peones del mundo, donde surge con fuerza el libro inmenso de Paco Cerdà. El tablero a cuadros blancos y negros es el espacio donde transcurre la vida misma. La luz y las sombras de esa vida que es a la vez muchas vidas. La angustia que nos provoca saber que esas vidas fueron vividas en la trastienda donde van a parar los despojos de la memoria. En el libro aparecen muchos de esos peones que vivieron aquel lejano 1962. Me quedo con la rabia que me acercan la detención y el posterior asesinato de Julián Grimau a manos de la dictadura franquista y, muy lejos de ese territorio, la noche del 19 de mayo de 1962, cuando Marilyn Monroe, apenas tres meses antes de su muerte, canta cumpleaños feliz al presidente Kennedy. Y una tercera cita, entre las tantas que salen en estas páginas excelentes: esas infancias, de maldito y despiadado uso patriótico, que fueron las de Joselito, Marisol y Pablito Calvo, el de «Marcelino pan y vino». Sin olvidar a Marcos Ana, el preso que más años se pasó en las cárceles franquistas, y a la escritora Dolores Medio, que apoyó las huelgas mineras de ese año y, como no quiso pagar la multa, se pasó un mes en la cárcel madrileña de Ventas. De esa experiencia saldría «Celda común», una extraordinaria novela que, como muchas de las suyas, están injustamente olvidadas. Y eso que ganó el Nadal en 1952 con Nosotros, los Rivero. Cosas raras del mercado literario que, muchas veces o casi siempre, esconde lo mejor para promocionar mediocridades a destajo.

Para acabar, una confesión: a mí el ajedrez me suena a chino. Ni siquiera llego a lo poco que sabía de ese juego George Steiner. Y aún menos siento la pasión que muestra cuando habla de la partida entre Spaski y Fischer, sobre la que según él mismo confiesa llegó a escribir un libro. O a la tristeza que lo dejó para el arrastre cuando un ordenador venció a Kaspárov: «habría preferido no vivir para no tener que ver esa partida». Por eso tenía mis dudas cuando abrí El peón y entré en el tablero blanco y negro de sus páginas. Pero enseguida me di cuenta de que el ajedrez de Paco Cerdà se parece mucho a la vida. Y no es que yo sepa mucho de la vida. Pero algo sí. Aunque sólo sea por el tiempo que he consumido según pone en el deneí, un deneí que, por si acaso me detienen antes de que retiren de una puñetera vez la ley mordaza, sigo llevando entre los dientes.

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