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EL CAMINANTE

La larga sombra de Wagner

La larga sombra de Wagner

El día en que se publica este artículo se cumplen 137 años de la muerte de Richard Wagner en el palacio Vendramin de Venecia. Pese a las dificultades que entraña la puesta en escena y la ejecución musical de sus composiciones, todos los teatros de ópera del mundo de nivel aceptan actualmente gustosos el reto de ofrecer grandes producciones wagnerianas. También hoy el Teatro Real de Madrid estrena Siegfried, en producción de Robert Carsen y dirección musical de Pablo Heras-Casado, pese a las dificultades añadidas a causa de la pandemia.

En València el Palau de les Arts ha ofrecido en su breve pero fructífera historia grandes producciones de Wagner, entre las que destaca la de El anillo del nibelungo con producción de La Fura dels Baus (Carlus Padrissa) y dirección musical de Zubin Mehta. Cabe esperar que el Tristan und Isolde que se iba a estrenar en marzo bajo la batuta de Mikko Franck, y que ha sido suspendido por circunstancias derivadas de la pandemia, se pueda recuperar pronto.

En medio de este panorama de indudable auge del genio de Leipzig, acaba de ver la luz una nueva obra del escritor y crítico musical estadounidense Alex Ross, que adquiró gran celebridad por su magna obra sobre la música del siglo XX The Rest is Noise, finalista del premio Pulitzer. En España fue traducida como El ruido eterno, con lo que se perdía la paráfrasis shakespeariana del título original. El nuevo libro de Ross se titula Wagnerism. Art and Politics in the Shadow of Music. Tiene más de 900 páginas, al menos en la edición digital que tengo, y es un monumental compendio de la figura de Wagner, especialmente en lo que respecta a su influencia en las artes y en la política.

«El efecto de Wagner en la música», escribe Ross, «fue enorme, pero no excedió el de Monteverdi, Bach o Beethoven. Su efecto en las otras artes no tuvo, sin embargo, precedente, y no ha sido igualado, incluso en el terreno popular». En realidad Wagner cambió el sentido de la ópera y previó el cine al ofrecer sesiones continuadas con las luces apagadas y sin interrupciones para aplaudir. Sin la gigantesca construcción que supone el Anillo y todo su juego de Leitmotive no se explica una gran parte de la música de cine del siglo XX. Y sin el paso formal que supuso Tristan no se explica Schoenberg y la atonalidad.

Pero hay mucho más: el Wagner amigo de Bakunin que participa en la revolución de Dresde, el autor de un planfleto antijudío, el ególatra visionario que consiguió el apoyo de Luis II de Baviera y construir el teatro que hoy continúa ofreciendo sus festivales en Bayreuth. El libro de Ross, con un impresionante despliegue de erudición recorre la influencia de Wagner en Baudelaire y los simbolistas, en el decadentismo, entre los judíos, en el feminismo, en la cultura gay, en el Modernismo, en la Revolución Rusa y en Hitler y el nazismo, entre otras muchas cosas.

La lectura del libro es tan apasionante como la música del personaje de que trata. Y yo diría que una garantía de su interés es que entre las reseñas que he leído hay grandes elogios, pero también algún desprecio, como el de Norman Lebrecht, eminente crítico y escritor, y antiwagneriano militante. No olvidemos que Wagner desde el principio despertó grandes amores, como en Luis II, Bruckner, Mahler y Strauss, y grandes odios, como en Hanslick y Adorno. Ross recuerda en su libro que Nietzsche, primero devoto y luego detractor del compositor de Leipzig, compararía la experiencia de escuchar su música con la del hachís, Baudelaire con la del alcohol y otros con la morfina y la absenta. Esa larga sombra, teñida de embriagez y adicción, de filias y de fobias, es la que continúa proyectando una de las obras más complejas, densas y ricas de la historia de la música y de la escena.

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