Voces de mujer

«Lejana y rosa», como todas las novelas de Rosario Izquierdo, te acerca la sensación de que dentro y fuera de la gran literatura sólo habita la intemperie.

Voces de mujer

Voces de mujer

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Vivir no es tan importante como recordar.

María Teresa León

Un paisaje que se parece a la desolación. Lo que se encuentra en los regresos. No sé si son posibles los regresos. Muchas veces he escrito que no. Los sitios que abandonamos dejan de existir. Por más que mires atrás, como la mujer rebelde de la biblia, sólo verás las cenizas de lo que antes de partir tuviera algo que ver con tu existencia. Pero nada más. O eso piensas cuando han pasado veinte años desde que te fuiste la primera vez y cinco desde que regresaste al entierro de tu padre, o no sabes si mejor decir a ese territorio siempre extraño de la memoria. De los montes de Tarsis, tu sitio de antes de que tú nacieras, salía el humo de las explotaciones mineras, sonaba ruidoso el barreno que abría boquetes en la tierra para sacar el cobre, vivían allí la mujer y el hombre que años más tarde, muchos años después de que hubieran muerto, iban a formar parte de tu propia vida. La lejana tonalidad crepuscular, la tonalidad rosa del metal perdida en el recuerdo. Es lo que descubres en el regreso, cuando el invierno de 1999. En el hotel donde te hospedas porque es mejor no enfrentarte de primeras a un mundo de fantasmas. Como en el dulce de Proust: «las imágenes vienen sin que yo las convoque. Me sorprende que sea tan fácil recordar».

La mujer se llama Carmela. Ha vuelto a Tarsis y tiene treinta y seis años. Cuando tenía dieciséis y estudiaba en el Instituto, le contaría la abuela, muy por encima, la historia del pueblo en los años veinte del pasado siglo. La explotación minera en manos de los ingleses. La distancia de clase entre los de fuera y los de dentro. Siempre le interesan los conflictos de clase a esa gran escritora que es Rosario Izquierdo. Ya lo vimos en Diario de campo y El hijo zurdo, sus libros anteriores. En aquellos años veinte un hombre y una mujer llegan de Dinamarca, trabaja él para la Compañía minera y viven en las afueras del Barrio Inglés, en una casa que la gente del pueblo llama la Mansión. Son Kristina y Peter Lomholt. La pasión amorosa que lo trastorna todo, vivida en una extraña, prohibida y paradójicamente permisiva clandestinidad, y más en una sociedad tan cerrada aquí como la de entonces.

Ese año de sus dieciséis, otoño de 1978, llega al pueblo un desconocido. Es escritor. Se llama Álvaro G. y ha comprado la Mansión. Hijo de exiliado tras la victoria fascista de 1939. Viene a escribir un libro sobre el momento que se está viviendo en España: la transición a la democracia. El encuentro entre la joven y el escritor, con el testigo torpemente enamorado de Julián, colega de la chica en sus fiestas del Barrio Inglés. El juego adulto de la seducción, a ratos insegura, patética otros por el estudiado dibujo de sus estrategias. El relato que empezó la abuela y va llenando él mismo con una precisión ajustada al detalle. Crece en ese relato la figura de Kristina Lomholt. El pasado y el presente se juntan en la escritura descomunal de Rosario Izquierdo. Nada hace aguas en esa escritura. La figura del doble, tan presente en tantas obras maestras de la narrativa literaria y cinematográfica. Aquí Carmela y Kristina. Como en un espléndido relato victoriano lleno de misterio o, mejor aún, la manera en que el escritor desnuda a la adolescente con el vestido que supuestamente perteneció a Kristina Lomholt, igual que hacía James Stewart con Kim Novak en Vértigo, la turbadora película de Alfred Hitchcock.

Lo más importante: la voz de la joven que indaga en lo desconocido, que busca un sitio en el tiempo donde su voz y su cuerpo le pertenezcan, y no a los demás. Los ecos de Kristina Lomholt en el cuaderno que siempre lleva con ella. El reencuentro con los fantasmas del pasado: «No es que haya que saber para contar, sino que hay que contar para llegar a saber». Por eso escribe Carmela Estévez, la mujer de ahora: lo que le contaba la abuela sobre la minería y sus gentes, lo que recuerda de cuando el escritor llegó a la Mansión y jugaba a la muerte desde un deseo que luego ella, muchos años más tarde, recuperará en los versos que Cernuda escribió para Los placeres prohibidos, lo que el amante joven de entonces sigue viendo torpemente, en ella, de Ana Karenina o Emma Bovary, lo que está viviendo sola y con su pasado en el regreso a Tarsis a saber exactamente para qué.

Lo que sí le dijo el escritor es que no se olvidara nunca de escribir. Y es lo que hace: juntar en ese instante las mujeres que ella misma ha sido en las distintas evocaciones de su vida. Y las que han ido surgiendo al hilo de este relato inmenso, sin fisuras. Las voces que cuentan, las que dicen y enhebran el hilo de la narración son las de las mujeres. «Me gustaría poder dominar ahora los recuerdos, borrarlos. Desordenados, van y vienen», escribe cuando esta novela extraordinaria está llegando a su final. Tal vez sepa la mujer que, como escribió María Teresa León, «vivir no es tan importante como recordar». Tal vez, también por eso, se niega a que el olvido llegue a Tarsis para mezclarse con las ruinas de lo de antes, de un tiempo que aún no se había convertido en eso a veces tan extraño que es la memoria de los sitios y sus gentes.

No sé si ustedes han leído Diario de campo y El hijo zurdo. Si no lo han hecho, les recomendaría encarecidamente que lo hicieran. Entre tanta escritura pálida como se estila ahora, hacen falta otras que como la de Rosario Izquierdo nos reconcilian con la buena literatura. Un ejemplo de lo que digo es Lejana y rosa, una novela que, como todas las que no vas a olvidar nunca, te acerca la sensación de que dentro y fuera de la gran literatura sólo habita la intemperie.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents