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CRÓNICAS DE LA INCULTURA

Que inventen ellos

La famosa frase de Unamuno ¡que inventen ellos! se cita una y otra vez para ejemplificar la falta de interés por la ciencia que existe en España. Se ha vuelto tan proverbial y evidente que más parece un modismo que una cita. Lo que llama la atención en las expresiones idiomáticas como más vale pájaro en mano que ciento volando es su transparencia. Nadie puede llamarse a engaño con ellas. Por eso me inclinaría a excluir la frase unamuniana de la paremiología. Y es que lo interesante no es el «ellos», sino el «inventen». Dicho de otra manera: todo el mundo se fija en que el escritor vasco dejaba la investigación en manos de los extranjeros, cuando lo más destacado de su frase es que confunde la investigación con la invención. La primera viene de investigare, relacionado con vestigium, y de ahí que signifique «ir en pos de una huella». En cambio la segunda procede de invenire y significa tanto «hallar algo nuevo» como «fingir hechos falsos».

Un invento no es una investigación. En el mejor de los supuestos es una novedad, en el peor, un timo. Pero en uno y otro caso no tiene que ver con la ciencia. Su caricatura la constituyen los grandes inventos del tebeo protagonizados por el doctor Franz de Copenhague. Aquellos engranajes complicados concebidos para resolver problemas fútiles marcaron toda una época: el abridor de cremalleras en la espalda de los vestidos de señora o el aparato limpia narices. Estas cosas eran bastante ridículas, pero a muchas personas de aquel periodo lleno de carencias se les ocurrieron inventos útiles que en ocasiones, como la fregona copy right mediante, hicieron la fortuna de su inventor. Otras, en cambio, fueron inventos tramposos, estilo toco mocho. En cualquier caso, lo que Unamuno pretendía desdeñar desde su casticismo esencialista no eran los inventos, sino la investigación. La investigación sigue las huellas de un problema y acaba proponiendo una explicación. Más que los hechos, que son simples hitos en el camino, le interesan las razones. Los investigadores no son ni unos manitas ni unos farsantes, son gente que no parará hasta comprender.

Pues bien, toda esta historia de las vacunas ha puesto de manifiesto nuestras inmensas carencias como país. Los medios de comunicación están entrevistando constantemente –por aquello del idioma– a científicos españoles de la diáspora: de Alemania, de donde procede Pfizer, de EE. UU., de donde viene Moderna, de Gran Bretaña, de donde sale Astrazeneca, de los países que investigan. ¿Y el nuestro por qué no lo hace, por qué se permitió que tuvieran que salir sus mejores cerebros? Si ustedes leyeron el Levante-EMV del domingo habrán visto la entrevista que se hace a dos científicos del CSIC que están trabajando en una vacuna y que se quejan amargamente de la falta de apoyo pecuniario oficial. Resulta que España lideró el desastre del covid en la primera ola, ha vuelto a hacerlo en la tercera, ha perdido más puntos del PIB que ninguna otra economía de la UE y, sin embargo, todo lo que se les ocurre a las autoridades es decir ¡que inventen ellos! España es un país de irresponsables y en cuanto vuelvan a abrir un poco la mano, la desescalada nos volverá a sumir en el abismo. En realidad, la única medida efectiva sería practicar un confinamiento selectivo que aislase en su casa a todos los tontos. El problema es que no hay rastreador capaz de detectarlos. Solo nos constan los que descuellan por el cargo que ocupan. ¿Sabían que nuestra universidad castiga a los becarios de investigación poniendo sus méritos a la cola de los conceptos que puntúan para alcanzar una plaza? ¿Sabían que los trabajos de investigación son sometidos a un sistema de evaluación arbitrario que privilegia la forma sobre el contenido? Si los que mandan no creen en la ciencia, ¿por qué había de hacerlo la gente del común a la que solo le interesa vacunarse para dejar de socializar clandestinamente? Triste país de listillos. Váyanse preparando para la cuarta ola.

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