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La tentación del click

Roger Chartier reflexiona sobre las relaciones entre lecturas y pandemia, así como sus implicancias tanto para la economía política del libro y la edición.

La tentación del click

Hablamos de pandemia y es como si todo fuera una novedad. Claro que hay algo nuevo en este desasosiego, eso es indudable. Pero antes había señales que estaban ahí, como una anunciación que ocupa un lugar en el rincón más a oscuras de nuestra conciencia. Lo peor siempre les sucederá a otros. Y esos «otros» siempre serán los mismos, siempre será lo mismo: la exclusión condenatoria de los desposeídos. Dijeron que el virus no entendía de clases. Vaya, qué idea más rara. Pues miren lo que dice Roger Chartier apenas comenzado Lectura y pandemia, un librito con apariencia de insignificante: «El confinamiento, que parece algo que todos tenemos en común, es de hecho una expresión cruel de las desigualdades sociales y de las maneras de afrontar esta situación, tan diferentes para los individuos según su condición económica». Subrayen este párrafo y luego revisen la conclusión de si la pandemia es lo mismo para todo el mundo.

Estoy hablando de un libro que hay que leer sin excusas. Es de los que me gustan: edición que invita a la caricia, maquetación que facilita felizmente la lectura… y lo principal para arrugar con valentía el entrecejo del mercado, ese mercado que publicita sin vergüenza libros que según mi opinión se compran «a peso»: 71 páginas. Sale este libro inmenso de una conversación entre el mismo Chartier, el historiador Nicolás Kwiatkowski y los editores Alejandro Katz y Daniel Goldin. Son muchos, casi infinitos, los asuntos que surgen y se analizan en esta riquísima conversación. Pero sobre todo destacan las reflexiones sobre las librerías y las editoriales, sobre las diferencias o complementariedad entre los libros impresos y los electrónicos en sus diversos formatos, sobre el papel que debería jugar la política en un contexto como el que ahora vivimos y evidentemente en el futuro.

Las librerías y muchas editoriales nunca estuvieron en condición de tirar cohetes. Para nada. La concentración editorial y el papel depredador de Amazon sitiaron sin contemplaciones el espacio que las pequeñas librerías y las editoriales independientes jugaban a favor de cuidar la buena literatura, por encima de esa otra que babea felicidad sobre quien lee siguiendo sólo las imposiciones de ese capitalismo insaciable que todo lo convierte en mierda. Y eso lo ha recrudecido la pandemia, claro que sí. Pero hay que ensanchar el círculo de la reflexión para que todo tenga un sentido, para no dejar fuera detalles que pueden darnos mucha luz a la hora de intentar saber cuanto más mejor lo que nos pasa. Las políticas públicas han de favorecer a esas pequeñas librerías y editoriales, han de propiciar espacios públicos de discusión en que la cultura sea una parte imprescindible de nuestras vidas. La lectura nunca será una lectura sino muchas lecturas sobre lo que un libro nos propone. Ahí, el enriquecimiento que supone esa pluralidad. Ninguna lectura es nada si no se contrasta con otras diferentes: la democratización del espacio cultural que construimos con nuestras lecturas. Sería necesaria una revisión crítica de la lectura por las redes, no aceptar ciegamente lo que leemos. La pandemia ha supuesto, está suponiendo, que lo de antes adquiera nuevos rasgos que obligan felizmente a reconstruir hábitos y conclusiones que necesitan una revisión: nada es para siempre, tampoco la costumbre en que se había convertido nuestra relación con las cosas.

Cuando hablaba de las librerías, he subrayado un detalle que siempre me gustó destacar: lo que tienen de espacio ideal para la aventura. El viaje a través de sus estanterías, ese azar que convertirá la excursión en un hallazgo que a lo mejor hasta te cambia la vida. De ahí, lo que se dice en Lectura y pandemia sobre la relación entre lo impreso y lo digital: «Si la lógica del viaje trae sorpresas, descubrimiento de lo inesperado, de lo desconocido, la lógica del mundo digital transforma tanto los textos como a sus lectores en bancos de datos». En ese sentido, insiste Chartier: «Debe transmitirse a los usuarios más frecuentes de las redes digitales la necesidad de la incredulidad, del control y de la comprobación, de la duda sistemática y del respeto por el conocimiento. No es tan fácil imponer esta necesidad frente a la continuidad textual de las pantallas». De momento, resiste el papel, aunque sea a duras penas. Y sobre la concentración editorial: en las grandes editoriales no deciden la publicación de los textos quienes entienden de literatura. Quienes deciden lo que se publica o no son los departamentos de marketing. Es lo que, según Chartier, llamaron Lindon y Schiffrin «edición sin editores».

Hace poco hablaba aquí mismo de esa miniatura enorme que es El mundo que fuimos, de Belén Gopegui y Natalia Carrero. Ahora escribo de otra igualmente recomendable. Cuando nos referimos a la pandemia hace falta el rigor más exigente, reflexionar profundamente sobre lo que ya pasaba antes de ahora y sigue pasando con otras vestiduras. Porque si no lo hacemos así, «quedan solamente los deseos de futuro o los terrores del presente que atormentan a cada uno». Y para saber más de todo tenemos los libros, como siempre ha sido. Y aquí, claramente, la ventaja está a favor del libro impreso. Encuentras en el viaje por las librerías lo que a lo mejor no buscabas, lo desconocido que apuntábamos antes. Mientras que lo digital, en libro o por las redes, «impone la tentación del clic que permite encontrar inmediatamente lo que se busca». El clic, sí, el clic. ¡Ay, señor!

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