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Los espacios de la memoria

Con humor y ternura, Catherine Meurisse narra cómo fue el asombroso paraíso de su niñez, en el que invita a perdernos a través de la naturaleza, el arte y la literatura, donde todo es libertad.

Los espacios de la memoria

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Los espacios de la memoria

Una pequeña niña decide que los dos cuadros que más le gustan del Museo del Louvre son dos obras poco conocidas de Hubert Robert: Proyecto para la transformación de la Gran Galería del Louvre y Vista imaginaria de la Gran Galería del Louvre en ruinas. Una elección sorprendente a primera vista, pero que resume a la perfección la vida de Catherine Meurisse: una juventud marcada por la pasión por el arte y el arte como única salvación entre las ruinas que dejó el terrible atentado que acabó con la vida de sus compañeros en la revista satírica Charlie Hebdo. En La levedad, la autora hacía un doloroso ejercicio de introspección en la tragedia sinsentido, en el trauma de unas muertes que no tenían lógica ninguna y que abría un abismo de miedos, tristezas y preguntas sin respuesta, para los que solo encontraría alivio en el arte. Su pasión por las artes sería su clavo ardiendo particular, desde el que reflexionar sin perderse por los vericuetos de la desesperación y la rabia. Una experiencia única que conecta directamente con su siguiente obra, Los grandes espacios (Editorial Impedimenta, traducción de Rubén Martín Giráldez), donde la autora se plantea una cuestión aparentemente sencilla: «¿cómo llegué al arte?». Pero para encontrar respuestas, solo hay una opción: volver a su infancia, a esa campiña francesa en la que creció, a recordar cómo nació su pasión por la literatura y el arte. Pero no desde la perspectiva de la nostalgia, definida por la pequeña hermana de Catherine como «¡cosas de viejos!», sino desde los recuerdos de la mirada de una niña analizados con la voz de una adulta. Volver a los espacios del pasado desde la perspectiva del presente y reconocer los contrastes de la vida en un pequeño pueblo de 200 habitantes como los lugares donde nace la curiosidad y el descubrimiento. Esos resquicios por los que empezaron a colarse las palabras de los grandes literatos, sin miedo a comprobar que las mismas sensaciones que evocan los olores de una magdalena recién hecha se pueden encontrar en el penetrante olor de la tierra recién abonada, esa «caca que huele bien» en palabras de la niña. Que la sensualidad y pasión arrebatada de Baudelaire estaba desde hace milenios en las delicada recreación sexual de las orquídeas; que la rebeldía de Zola está en la reivindicación del campo frente a la tecnificación forzada de un futuro incierto o que la curiosidad por el descubrimiento de Loti puede estar en cualquier piedra de un antiguo muro.

La niña Catherine habla con voz de niña y sus ojos nos hablan de curiosidad infinita, de descubrimiento a cada paso, de sorpresa ingenua en cada rincón. Pero sus palabras son las de una adulta, ferviente letraherida, que no entiende ya la existencia sin las páginas de las obras que la marcaron. La memoria no conoce de fechas y pone en boca de la niña palabras leídas muchos años después, sin que chirríen, al contrario, creando una lógica inapelable de la construcción de la personalidad por la cultura. Y en ese camino, el arte comienza a asaltar desde cada esquina, porque la naturaleza que recuerda Meurisse es la que plasmaron los pintores románticos en sus cuadros, la que imaginó desde sus dibujos. El arte es el árbol centenario que acompaña al ser humano, siempre ahí, casi escondido, a veces inadvertido, pero siempre a nuestro lado mientras crecemos. Cambiando como nosotros, hasta quedar fijo en una imagen que nuestra mente ancla como recuerdo, como parte inseparable de nuestro ser. Como decía Proust, Meurisse viaja con los ojos de otro, los de su yo infantil, para reconciliarse consigo misma, con el humor y con el dibujo.

Una obra imprescindible.

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