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La furia de la escritura

Cristina Fallarás escribe el retrato feminista, valiente y sensual de una mujer libre, cuyo papel en la fundación del cristianismo ha sido borrada por la Iglesia.

La furia de la escritura

Decía en una entrevista Constantino Bértolo, hace unos días, que casi toda la literatura que se publica hoy en España es una literatura cursi. Sabe de lo que habla ese exigente crítico literario que muchos años ejerció también de editor prestigioso. También es seguro que a mucha gente esa opinión le parecerá exagerada. Allá cada cual con sus gustos, aunque ojo con lo de los gustos: demasiadas veces esos gustos vienen diseñados por las estrategias del mercado. Casi siempre. La saturación publicitaria de las grandes multinacionales hace que estemos perdiendo criterio propio. Cada vez hay menos lectores y más clientes. Por eso compramos libros en supermercados. Cien gramos de jamón york, un cuarto de serrano, una cortada de queso semicurado, medio quilo de libros o dos si no pasan del quilo. Es lo que hay. Por eso el calificativo de cursi no me extraña nada. A mí me gusta llamarla literatura pálida, o esa otra que ella misma y quien la escribe están encantados de haberse conocido.

Los libros de verdad generan una mezcla extraña de líquida satisfacción y de desasosiego. En su lectura se deja sentir algo así como el raspeo de un serrucho. Creo que Kafka decía algo parecido a un hacha en vez de un serrucho. Hay que tener a mano un frasco de Betadine para curar las heridas. Ya en el tercer párrafo de El Evangelio según María Magdalena sabes que la cosa, de cursi, nada. Sabes que se te avecina una y bien gorda. Y piensas en el pulso de gran escritora que demuestra Cristina Fallarás al escribir eso en la primera página de su extraordinaria novela: «Yo María, hija de Magdala, llamada la Magdalena, he llegado a esa edad en la que ya no temo el pudor que nunca tuve. Yo, María Magdalena, aún conservo sin merma la furia que me enfrentó y me enfrenta a la idiotez, a la violencia y al hierro que imponen los hombres sobre los hombres y contra las mujeres». Ahí queda eso. Una más que explícita declaración de intenciones. Se conserva poco -casi nada- del Evangelio de María Magdalena. Apenas unas hojas. Por eso Cristina Fallarás escarba donde ha de escarbar la gran literatura: en lo más oscuro, en lo menos a la vista de la historia que nos han contado. Ninguna mujer como autora de los Evangelios. Ninguna mujer entre los apóstoles que seguían a Jesucristo. A su lado, sólo una, su madre, María, virgen incluso a la hora de alumbrar a un hijo. Y otra mujer: su contraste, la imagen desfigurada de otra María en el espejo donde siempre aparece la madrastra de Blancanieves. Dos mujeres. La madre bondadosa y la prostituta. También dos maneras de enfrentarse a la historia: la de los milagros y la de la razón. Por poner un ejemplo: una gran multitud que asistía a la llamada de su maestro se alimentó con unos cuantos panes. Unos cuantos no, muchísimos panes. Los que amasaron y cocieron las mujeres que asistían a la concentración. Y así muchos de los pasajes y de los paisajes por los que transcurre esta novela casi irrepetible entre lo que ahora se publica.

Si la historia la escriben los vencedores, los Evangelios los escribieron los hombres. Ninguno de ellos anduvo tan cerca de su príncipe como María de Magdala. Ninguno de ellos. Escribieron a su antojo lo que les interesaba, su versión que dejaba de lado a las mujeres tan protagonistas como ellos -si no más- de lo que contaban. El feminismo no existía, cómo iba a existir si todavía hoy ha de abrirse paso a codazos entre tanta marrullería machista como la que seguimos viviendo después de tantos siglos. En uno de los encuentros entre ella y el Nazareno, tras la aparente sanación milagrosa de una mujer, los dos se aguantan la mirada, los dos saben ya de su complicidad, los dos saben que van a compartir buena parte de su vida y el secreto: «Ambos queríamos echar abajo el poder, las leyes, el Templo, la obediencia, la tiranía de castigo y violencia… Pero mis razones para hacerlo eran unas y las suyas otras, muy otras. Sin embargo, compartíamos las mismas armas, la impostura».

Ninguna mujer en el estrecho círculo de poder de los apóstoles. Doce hombres. Sin embargo, dónde andaban esos hombres en el final de su maestro. El abandono. La negación. Si te he visto no me acuerdo. Ya escribiremos luego la historia a nuestra manera. Lo de siempre. Pero la vida de María Magdalena ya era mucha vida antes de encontrar al Nazareno. A su casa familiar acudían mujeres en conflicto y otras que las ayudaban a superarlos. Sabía María de Magdala de esos conflictos, ya desde muy joven los conocía. Por eso, poco le tenían que enseñar esos discípulos que andan como guardianes a las espaldas de su maestro. Ella sabía de la vida, de las enfermedades, de la muerte de las mujeres. Ellos se sumaron al séquito como personajes principales y escondieron en sus relatos a una de las mayores protagonistas de aquella historia. Nunca se abandonaron uno a la otra. Ni al revés. Hasta el instante mismo de la muerte del Nazareno. Cuando ya su guardia pretoriana había hecho mutis por el foro, seguramente a pensar de qué manera escribirían sus memorias, una escritura en que la verdad, como decía Antonio Machado, también se inventa.

Esa llegada a un final que estremece, que conmueve, que irrita, que encumbra sin fisuras la escritura de esta novela que hay que leer yo diría que por obligación: «El Nazareno está vivo, pero qué os importa eso a vosotros que huisteis como ratas cuando os necesitaba». Eso a los apóstoles. Y ya más adelante, esa despedida cruelísima que tiene que ver con el rigor que la historia se merece a la hora de escribirla: «Supe no hace mucho del ajusticiamiento de Simón Pedro y también del de Pablo del Tarso. ¿Cuánto es mucho? No me pesan sus muertes, desde luego, solo me pesa la certeza de que sus escritos permanecerán por encima de la verdad, su invención por encima de lo que sucedió». Vuelvan ustedes al principio. A lo que razonablemente decía Constantino Bértolo de lo cursi en mucha de la literatura de ahora mismo. Nada en El Evangelio según María Magdalena lo es. Para nada lo es. Para nada.

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