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Los ruidos feroces de la tierra

Los ruidos feroces de la tierra

Está de moda la literatura neorural. Miro las listas de libros últimos y no son pocos los que transcurren en un pueblo medio abandonado. Yo nací y vivo en uno de esos pueblos y me sé de memoria las estrategias políticas y económicas para convertir el aislamiento miserable en cultura. Con la palabra cultura escrita así, en cursiva, como si fuera una palabra extranjera. Y, dentro de esa cultura de lo rural, hace furor la literatura de ficción. Las novelas. Algunas de ellas muy solventes. Otras no tanto. Bueno, tampoco es que lo lea todo: cada cual tiene sus ritmos, sus preferencias, sus filias y sus fobias. Volviendo a lo que cuentan esas novelas: la ciudad ahoga y hay que buscar un sitio alejado del mundanal ruido. Y allá que cargan sus bártulos los urbanitas y a ver cómo es la vida entre sendas intransitables, unas cuantas gallinas y las conversaciones con las estrellas y el hombre lobo las noches de luna llena.

Pues bien, casi todo lo que acabo de decir sale en Los ojos cerrados, la última novela de Edurne Portela. Conozco todos los libros de esta escritora y por eso sabía que no me iba a equivocar: aquí el lobo vive y se esconde en las tripas de una historia en que nada es mentira, en que la palabra suena como un eco por los montes para convocar el tiempo de la devastación, en que el pasado regresa como un alacrán escondido bajo las piedras que esconden el secreto indivisible de la vida y de la muerte. «Hace un tiempo triste, una noche negra. / No propicia a paseos de ciego», escribe Paul Eluard en Capital del dolor, ese libro enorme que nos habla, y no sólo desde el surrealismo más exigente, de lo que somos, de lo que construye nuestra conciencia en relación con el sitio que habitamos.

La noche negra y los ojos cerrados del anciano Pedro, el protagonista que a ratos habla no se sabe si con él mismo o sus fantasmas, reciben a la pareja -ya casi despareja- que forman Ariadna y Eloy, llegados a Pueblo Chico para teletrabajar, aunque no se hable de la pandemia en ningún momento. Es como una isla rodeada de cerros inalcanzables. Cierra esa isla la frontera, esa linde que ejerce de parapeto, de coraza protectora, de seguridad y de incertidumbre para los habitantes del pueblo: «Si uno se equivocaba y traspasaba la linde, no había vuelta atrás; si daba el paso equivocado, simplemente desaparecía». La negra noche de la historia. Lo que nunca se ha contado porque contar es abrir de nuevo las trochas por donde encontraremos el obsceno daño de una guerra, las huellas de unos cuerpos que son como retorcidos guiñapos después del tiro de gracia, los huecos de la montaña donde se enterraron los sueños y luego también los de sus asesinos.

Los nombres de las cosas. Los nombres de quienes ya apenas buscan nada porque hay sitios en que el tiempo se detuvo, como se detuvo la memoria de Pedro en el balde que su madre, Lola, abandonó para irse a buscar a su marido y a los otros y ya no volvió nunca. Era un niño, Pedro, y ayudaba a su amigo José en su pastoreo por el monte. Las cosas que forman el cuerpo de una memoria maltrecha, llena de huecos porque siempre hay huecos que llenar con esas cosas que hasta pueden verse con los ojos ciegos: la taza, un libro, la puerta de la casa, el balde sin agua porque el agua se cansó de esperar que Lola y Miguel regresaran a Pueblo Chico. Nadie regresa a ningún sitio y menos si los llevaron más allá de la linde y los cosieron a tiros y luego los lanzaron al pozo abrupto de la desmemoria.

La escritura soberbia de esta novela. Las voces que van y vienen, aunque sea la del viejo que guarda los secretos de la tribu la que más cuenta. Serán los años, la lentitud de unas piernas que no andarían si no fuera por la ayuda de una muletas que casi lo asemejan a un capitán pirata con pata de palo. Con la sabiduría de ese capitán, pero no por el mar sino yendo y viniendo de los muertos a los vivos, como si unos y otros fueran lo mismo en Pueblo Chico. Los nombres, tan agarrados a la tierra, como en los mejores cuentos de Ignacio Aldecoa: Lola, Miguel, Pedro, Teresa, Federico, Andrés, Juana, Baldomero, Ariadna, José, Eloy en fuga… Los nombres y sus voces. El alma y los ruidos feroces de la tierra cuando desde lo oscuro reclama su tributo, el sacrificio de los asesinos, de los del tiro de gracia en la cabeza ya rota de los del monte. El secreto de un tiempo que guarda Pedro para que Ariadna lo conozca algún día, cuando él ya esté más allá de la linde, casi a un paso del lugar exacto donde la gente desaparece para no ser nada, ni siquiera memoria.

Pocas veces un regreso tuvo la fuerza inmensa, enigmática, de un final que ya estaba ahí desde el principio, como en los versos de Eliot. Lo que sucedió se templa en el hierro en brasa viva de la venganza y de la culpa. El pasado surge del balde seco donde ya no hay agua sino el eco de los disparos en el monte. Ese final, en la voz de Pedro, ya lejos de una niñez en que aprendió a quedarse ciego para ver mejor lo que pasó entonces y lo que vino luego con las trazas del olvido. Ese final que nos regresa a la primera página, a los nombres de las cosas y a los nombres de quienes habitan el tiempo y las calles del monte y Pueblo Chico. Ese final que susurra Pedro al oído de Ariadna, la mujer de la ciudad que no sabemos si buscaba desvelar aquí el secreto de sus antepasados o si lo descubrió por ese azar que ella misma ha aprendido a descifrar, ahora ya, con los ojos cerrados. Ese susurro: «¿A quién vas a perdonar cuando nadie te ha pedido perdón?».

Mira que hay novelas neorurales en el actual panorama literario. Lo que no sé es si hay alguna que nos enseñe mejor lo que de verdad se esconde en las entrañas más profundas de un mundo que desaparece poco a poco. Y con él, con ese mundo, la memoria que protegía impunemente los nombres de los asesinos, esos nombres que todavía hoy se camuflan en las gestas heroicas que cínicamente se arrogan sus descendientes. Si nadie ha pedido perdón por los tiros de gracia, por la desaparición de Miguel, de Lola y de los otros en el monte, a quién van a perdonar quienes se quedan en esta orilla de la linde, en la soledad que ha seguido a la devastación, en el vacío. A quién van a perdonar. A quién…

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