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Pilar Blanco

La poeta agudiza el significado de las palabras para que encajen en ese muro de contención que debe soportar el peso del discurso ontológico.

Pilar Blanco

Escritura de hondas simas, amplios horizontes, cielos quebrados y sonidos sólo en alturas y profundidades escuchados, la de Pilar Blanco ha acotado un territorio propio, en el que su voz ha articulado un mundo que constituye uno de los más sólidos espacios poéticos escritos hoy en nuestra lengua por una mujer. Feminismo, sí, pero lírico; pensamiento, sí, pero sólido; poema, sí, pero bien construido; verso, sí, pero perfectamente modulado. Eso es lo que de inmediato reconoce el lector que se adentra en su libro Yo escucho la noche, en el que nada parece haber sido dejado al azar, en el que tanto el todo como las partes están orgánicamente engarzados y en el que la poesía alcanza un tono que debemos definir como mayor. Mayores en el sentido clásico del término- y no sólo por su longitud- son «Si ardiéramos un día», «Cerrando astillas», «Los dioses ciegos», «Del tamaño de un nido», «Siempre La Maga», «Mujeres como Laúdes de sal», «Visión de la belleza», y «La página se ha vuelto un hormiguero». Y poemas mayores siguen siendo no pocos de los más condensados y breves que sirven de mojones a una ruta caracterizada por la calidad verbal, su cuidado ritmo, la exactitud de su lenguaje, su riqueza de tonos y su magnética intensidad. Pilar Blanco nos habla del dolor como un músico interpreta una partitura. Y nos introduce en el mapa de la noche y, sobre todo, nos hace navegar por la experiencia doliente y gozosa del amor: del amor con mayúsculas habría que decir, definido aquí como «dos lenguas que construyen un lenguaje, /dos unos frente a frente cuya fuerza/ es su necesidad de completarse».

Afín a cierta poética del silencio, al menos en algunos aspectos de su formulación, no en todos, y superadora a la vez de los límites propios de esta corriente, su sistema de dicción se ha dilatado hacia diversas formas de expresión, entre las que destacan la epístola y el monólogo dramático, así como distintos modos de poetizar, aparentemente próximos a la prosa, pero que en modo alguno lo son. Tal vez le sobre el excesivo número de citas, que sirven de intertexto y funcionan como homenaje y guiño a la vez de la autora al lector, haciéndole partícipe de de sus lecturas poéticas y sus preferencias literarias. Tal vez sea excesivo también el elevado número de poemas que lo componen, aunque en ello veo más un principio estético de variedad que un innecesario deseo de acumulación. Lo que importa es el valor de los textos, y éste se mantiene. Es interesante observar cómo hay temas y motivos que -como el de la paloma, asociada a Venus desde la Antigüedad- persisten. Y como hay imágenes - como la de los nadadores- que, más que a Hockney, remiten a las del alemán Salome: «No es contemplarse. Es ser /el nadador que opone sin violencia/ su brazo/ y voluntad/ y porvenir al ímpetu del agua». Metapoesía también hay, y mucha, pero concebida y desarrollada de otro modo, existencial que intelectualizado, ya que la poesía aquí invocada es aquella que sirve de «alimento al excluido». «La vida es paso, incluso sin camino» – dice- y ella se atreve a darlo por la carta norte de la realidad sin épica ni misterio: dentro de la ficción en que se llega a ser lo que en cada uno de nosotros se esconde. Libro sabio y libro esencialmente moral: «Quien se aferra al poder no ama la Belleza», «quien se afana tras la gloria mínima del presente,/los aplausos del futuro, el mármol ajado de la posteridad,/ la convierte en su lápida».

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