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De los nombres y las máscaras

Nombres que vienen, sombras con máscaras. Alejandra Pizarnik

De los nombres y las máscaras

Las novelas de Víctor del Árbol tienen muchas páginas. Y mucha gente sabe que a mí me gustan poco las novelas de muchas páginas. Este escritor inabarcable también lo sabe. Nos conocemos desde hace no sé cuántos años. Lo advierto: es uno de mis mejores amigos en este mundillo tan extraño y cainita de la literatura. Me relaciono poco con ese mundillo. Escribir es escribir. Lo demás, relaciones sociales. Advierto el detalle de la amistad porque no me influye nada cuando leo las historias de un autor que nunca se queda en la superficie de las cosas. Ahora tengo aquí la última: El hijo del padre. Si le preguntaran a él, seguro que les diría que esa magnífica novela (a pesar de su peso) indaga sobre la verdad. En todo el tiempo que nos conocemos, es su tema (odio esta palabra: tendría que retirarla el diccionario de la RAE) preferido.

Pero aquí va más allá de esa indagación. Y en ese ir más allá, encontramos otro de sus asuntos estrella: la culpa. Ese alacrán que no hay manera de desenganchar de la carne entumecida por el daño que provocamos, por el que a veces nos provocan y es como si lo hubiéramos propiciado nosotros. Y más, aparte de la culpa y la verdad: la identidad, el sentido de pertenencia. Lo que somos a solas y lo que somos en el entramado familiar cuando el entramado familiar es un desbarajuste de tiempos y de nombres. O sea: quiénes son esos personajes que aparecen y desaparecen, que desaparecen y regresan, que se ocultan en la impostura como en un siniestro baile de disfraces. «Podríamos ser perros mandados por serpientes, o callar lo que somos», escribía René Char. A veces es como si el destino estuviera al final del pasillo por el que deambulan los habitantes de la Casa Grande en ese lugar llamado Pueblo. El destino. La verdad. La culpa. La identidad. Las novelas grandes que lo cuentan todo. O casi todo. Porque siempre ha de quedar algo en el ángulo oscuro, como el arpa de Bécquer o las máscaras en sombra de Alejandra Pizarnik.

Mucho del tiempo que compartimos los dos transcurre en Francia. En ese país, Víctor del Árbol es seguramente el escritor español contemporáneo más conocido. El más leído desde que allí se publicara su novela La tristeza del samurai. Hace dos o tres años fue nombrado Caballero de Honor de las Artes y las Letras. Escribe sus historias de la misma manera que las cuenta en lo que dura una cena. Va con su libretita a todas partes. Toma notas con una letra perfecta, como anticipando ya su novela, ahora manuscrita. Parte de El hijo del padre me la contó en varias ocasiones antes de convertirse en libro. En el libro desordena el tiempo, lo hace correr adelante y atrás, con paradas en intermedios que amplían la perspectiva en la que quien lee ha de situarse para que entre todo en la lectura. No hace falta que anotes esos tiempos, que te entretengas en ponerle fechas a lo que pasa. Hay que leer como si el tiempo fuera algo tuyo y no de quienes lo viven en las páginas de una novela que cada vez resulta más apasionante. No vuelvas atrás, lee, lee, lee, como en una inagotable danza de fantasmas en la que tú eres uno más de esos fantasmas. Lo que dice el padre (tan incógnito su nombre todo el rato) casi al final: «Cada uno quiere contar su historia, se quitan la palabra los unos a los otros, se niegan y se contradicen, y yo los escucho sin juzgarlos. Son sus verdades, no las mías». Volvemos al principio, a lo que les apuntaba al principio como una de sus preocupaciones favoritas: la verdad, la mejor patria, como dice Albert Camus -tan presente en toda la novela- en el prólogo a El desnudo perdido, el libro de René Char del que saco la frase sobre los perros y las serpientes escrita más arriba.

El aire que respira esta historia de familia es el del óxido que corroe la superficie y las entrañas de los personajes y las cosas. Como si el Mal se incrustara en sus comportamientos sin posibilidad de convertirse en algo diferente. El pasado y el presente se cruzan para decirnos que el pasado son muchos pasados y serán muchas también las voces que los cuenten. Entre todas esas voces, me quedo con la de Liria, la niña, la adolescente, la mujer que vive como si vivir fuera sólo mirar lo que acontece, callarlo todo porque el silencio es lo único que le dejaron, abruptamente, para contarse a sí misma y a los otros. Desde 1863, en que se levanta la Casa Grande, hasta ahora mismo, las páginas de El hijo del padre nos llevan con firmeza por el tortuoso cableado de la historia, la de un país que sigue encontrando demasiada dificultad para entenderse con su pasado y -aunque parezca imposible o tal vez por eso- también con su presente. Una vez más, en esa mezcla perfecta de thriller, historia y memoria a que nos tiene acostumbrados, Víctor del Árbol repite su excelente traza de narrador perfecto. Todo cuadra al final de sus rompecabezas narrativos. Mira que es difícil que no se te escape un cabo y quede suelto. Pues él lo consigue. No sé cómo, pero lo consigue. Igual es por esa libretita mágica que lo acompaña a todas partes. Igual es por eso. Yo qué sé.

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