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¡Corten!

La visión de Vicente Muñoz Puelles sobre Luis García Berlanga, a través de los recuerdos del escritor, que mantuvo una relación casi familiar con el cineasta.

¡Corten!

Hay en la barba y el cabello un juego perfecto de luces y de sombras. La cabeza ladeada a la izquierda. Un fondo oscuro -casi negro- en la fotografía de Andrés Castillo. Pero sobre todo están en la cubierta del libro Berlanguiana la mirada y la sonrisa de Luis García Berlanga. Las tuvo antes más abiertas -la mirada y la sonrisa-, y ahora se nos revelan como buscando un sitio en la intimidad de un tiempo que ya es como el inmenso, inabarcable legado del maestro. Falta en este párrafo primero el nombre del autor: Vicente Muñoz Puelles. No sé si se le puede pedir más a un libro que en apariencia tiene un perfil institucional, casi de lujo. Ahí sus tapas duras, el papel satinado de sus páginas, el sello del Consell Valencià de Cultura en la contraportada. En estos detalles un tanto exquisitos descubrimos, sin embargo, un texto como pocas veces he visto tan emocionadamente escrito cuando nos encontramos con una biografía.

Estamos en los finales ya del Año Berlanga. En 1921 nació el cineasta a saber dónde. Se sabe que en València, pero no exactamente en qué calle, en qué avenida, en qué rincón de una ciudad en que una vez se intentó poner una placa en su casa natalicia y resultó una tarea tan titánica como los trabajos de Hércules. Y además, imposible. A lo mejor en la calle Ciscar. O en un pedazo de esa misma vía que se convertiría luego en Conde Salvatierra. Cosas del tiempo, que pasa como un cohete supersónico o como una goma Milán con la que poco a poco hemos ido borrando no una palabra mal escrita sino los recuerdos. Es ésta una más de las numerosas anécdotas que abundan en este libro que se lee sin dar tregua a ningún aburrimiento.

Mejor no puede empezar la cosa: ese «a modo de prólogo» que se inventa Muñoz Puelles partiendo del final de Bienvenido Mister Marshall: un paracaídas arrastrando un tractor. Con esa escena soñó el escritor cuando era un niño y nunca lo ha abandonado. Señalo ese comienzo porque encontramos, ya en la primara página, lo que será el tono (algo tan importante como descuidado en tantas escrituras, seguramente porque Thomas Bernhard no está en los programas de los talleres de escritura) de este libro magnífico. La complicidad que junta desde el principio hasta el final a los dos protagonistas. Porque son dos, esos protagonistas. La voz de un escritor al que quiero y admiro profundamente desde hace siglos y la de quien ha hablado como pocos a través de sus películas, algunas de ellas obras maestras que no menguan absolutamente nada con el paso de los años.

Dos voces. Dos historias. Una complicidad que engrandece la verdad de Berlanguiana. Y digo «la verdad» porque hay en el libro un cruce de historias que a ratos parecen de ficción. Y eso no es raro, sino todo lo contrario, cuando hablamos de dos artistas que han hecho de la ficción (de su verdad) la manera de conectarse con el mundo. «… yo todavía ignoraba hasta qué punto mixtificaba sus recuerdos y mejoraba los detalles de una versión a otra, como un guionista incansable que siempre busca la versión más interesante o efectiva desde el punto de vista dramático», escribe Muñoz Puelles de su interlocutor. Me recuerda, en este punto, lo que decía Carmen Martín Gaite sobre ese asunto: siempre buscamos un determinado tipo de interlocutor, no nos sirve cualquiera para entablar una conversación.

No faltan en estas páginas excelentes (y no sólo por el papel satinado) las filias y las fobias del maestro. Y te salen sonrisas, hasta algunas risas al hilo de ese anecdotario. Lo poco que le gustó Calabuch a Truffaut, quien dijo que la bomba que había inventado y a la que renunciaba el viejo profesor le tenía que haber caído en la cabeza al director de la película. Y más: «A mí Bergman, creo que ahora ya puedo decirlo, me pareció siempre insoportable… es un cine opuesto al que yo hago. Los personajes de Bergman callan, y los míos no dejan de hablar». Lo mismo, más o menos, le pasa con Antonioni y «con el pelmazo de Bresson». Como es de rigor, hay largas conversaciones sobre literatura erótica. Bien reconocida está la vocación del cineasta por esa literatura y si repasamos la historia de La sonrisa vertical -colección erótica de la editorial Tusquets hace unos años- veremos que Muñoz Puelles ganó el premio en 1980 con la novela Anacaona y dos años después publicaría en esa misma sección editorial Amor burgués. Pero no sólo de narrativas eróticas (con Sade en el centro, claro) hablan los dos protagonistas. En ese largo capítulo señala el escritor a Moby Dick como su novela preferida y, viniendo a lo de ahora, comenta el cineasta: «Hubo un tiempo en que la literatura tenía una función transgresora, revolucionaria, que desgraciadamente se ha perdido». Comparto las versiones literarias de ambos y ojalá la novela de Melville dejara de ser considerada casi como literatura sólo para adolescentes y la banalización de tanta escritura actual pasara a engordar las listas del olvido, cuando no las del desprecio más absoluto a las triquiñuelas del mercado.

Se acabará pronto el Año Berlanga. Es el problema de los aniversarios. Pasan y apenas dejan huella en nuestra memoria. No hay ninguna duda de que Luis García Berlanga es uno de los grandes maestros del cine. Por eso libros como éste y otros libros y eventos, como la exposición del MUVIM coordinada por el periodista de Levante-EMV Joan Carles Martí y completada con las imágenes impagables de José García Poveda, El Flaco, hacen de Berlanga un personaje inolvidable. Dejo una de sus frases finales en uno de los capítulos para juntar a los dos grandes personajes de este libro, el escritor Vicente Muñoz Puelles y el cineasta Luis García Berlanga: «La verdad es que a estas alturas yo no creo en el cine español, ni en el valenciano, ni en el de ningún otro sitio. Sólo creo en la biología y en la capacidad de algunas personas para contar historias a base de imágenes y palabras». Y acabo esta reseña, después de agradecer al Consell Valencià de Cultura su preciosa edición, con la última palabra del libro en boca de Berlanga: «¡Corten!». Pues corto.

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