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Crónicas de un pueblo

Los recuerdos estivales de la buena memoria ha provocado una importante producción de relatos gráficos, como la esperada vuelta tras diez años sin publicar, de la valenciana Lola Lorente.

Crónicas de un pueblo

En Sangre de mi sangre (Astiberri, 2011), la autora alicantina Lola Lorente exploraba la aspiración del niño de ser adulto. El juego se convertía en una metáfora de lo que la mente del niño imaginaba que sería «hacerse mayor», dejando al lector el duro papel de responder si esa esperanza se cumplió años después. Como las historietas cortas que firmaba la autora, su inconfundible estilo gráfico impregnaba la narración para convertirse en un protagonista más de la historia, evocando a través del simbolismo lecturas a muchos niveles que impregnan la belleza del trazo con inquietantes reflexiones.

Crónicas de un pueblo

Diez años hemos tenido que esperar para ver una nueva obra de Lorente, una década que forja personalidades, tiempo suficiente para que los sueños infantiles se enfrenten a la incómoda verdad de que nunca se harán reales. En cierta medida, Maganta (Astiberri) es el contrapunto de aquella primera obra que le valiera el premio a Autora Revelación en el Salón del Cómic de Barcelona, mostrando la vuelta al pueblo donde pasó su infancia de una mujer ya adulta, que debe enfrentarse a su propia vida. Mary Pain es una más de las víctimas de la crisis económica, que perdió su trabajo pero también sus aspiraciones, sus ilusiones. Volver a su pequeño pueblo, a la casa familiar que dejó, es un duro enfrentamiento entre los sueños de niñez y las realidades de la madurez: ya no hay lugar para la quimera de la búsqueda, solo para el dolor del vacío encontrado en unos escenarios que siguen intactos, pero han perdido su significado. El trazo de Lorente, de nuevo, se convierte en protagonista: aquella línea elegante, de reminiscencias góticas se ha convertido en un rasgado orgánico, sucio, en el que la representación de las figuras inspirada en la ilustración infantil se contagia de una decadencia tan opresiva como omnipresente. La alegría de la niñez es ahora desesperación underground que ni siquiera tiene fuerzas para ser rabiosa, resignada a un futuro que decididamente no existe, con el único refugio de una nostalgia impostada de felicidad falseada. Aunque la historia de Maganta se desarrolla en un ambiente íntimo y cerrado, no es difícil entrever cómo las viñetas vuelven a ser potentes metáforas de una realidad que nos envuelve y atenaza.

La aproximación de Carmelo Manresa a sus recuerdos es muy diferente, como ya demostró en Plaza de la Bacalá (Desfiladero, 2014). Su mirada al pasado es una evocación del recuerdo desde la mirada crítica, que toma las anécdotas de la memoria para hacer una dura reflexión sobre el presente. El fin de los negocios tradicionales deja paso en Cine de Verano (Dolmen Editorial) a la remembranza de las vacaciones en el pueblo, en esa Torrevieja que comenzaba a ser famosa por los pisos que regalaba el ‘Un, Dos, Tres’ que presentaba Kiko Ledgard a principios de los años 70. Pero lejos de la televisiva visión de Mercero del veraneo azulado, Manresa recuerda el pasado con una nostalgia que no le impide ver las realidades que vivió en esos primeros años de juventud donde todo se descubría y todo se intentaba, pero que fueron absolutamente arrasados por la especulación urbanística y la explotación turística. Su obra bebe del underground para denunciar un modelo económico que ignoraba la realidad de la gente que vivía en esos pueblos, conectando en cierta medida con la última obra de Ana Penyas, Todo bajo el sol (Salamandra Graphic).

Crónicas de pueblos que ya solo existen en la memoria.

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