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La verdad como consenso social

El paradigma de que a través de la razón se llega a conocer la verdad fue discutido por intelectuales como Lacan, Kisteva, Irigaray, Baudrillard o Deleuze.

como consenso social

Desde que en 1996 Alan Sokal publicó en la revista Social Text su artículo, ‘Trasgredir las fronteras hacia una hermenéutica transformadora de la realidad cuántica’, la polémica sobre la utilización de términos científicos por ensayistas y filósofos conocidos como postmodernistas, especialmente autores franceses, ha ido generando varios debates que llegan hasta la actualidad. El mismo autor, un físico y matemático de la Universidad de New York, se encargó de afirmar que era una parodia para destacar cómo se empleaban los conceptos científicos sin ningún rigor, por desconocimiento de los mismos, cuando autores no especializados los usaban de manera generalizada. Después A. Sokal junto con J. Bricmont, otro físico belga, publicaron Imposturas intelectuales (Paidos, 1999) en el que analizaban, con mayor extensión, las bases teóricas que utilizaron los autores postmodernos para cuestionar la confianza en el racionalismo que la Ilustración construyó. El paradigma de que a través de la razón podemos llegar a conocer la verdad del mundo que nos circunda fue discutido por intelectuales como Lacan, Kisteva, Irigaray, Baudrillard o Deleuze. Las llamadas grandes narrativas que daban por supuesto que habría un camino inescrutable al progreso continuo y al conocimiento a través de la ciencia fueron puestas en cuestión. Toda explicación se reduce a una construcción social y por tanto el conocimiento de la realidad depende de las premisas que utilicemos, que pueden ser alteradas en el proceso histórico, lo que da lugar a un relativismo epistemológico. La verdad, por tanto, no es más que un consenso determinado que puede ser alterado si cambiamos las bases de nuestra perspectiva y eso afecta, igualmente, a las ciencias de la naturaleza.

Ya las humanidades utilizaron las ciencias naturales para explicar los elementos que configuran las sociedades, y así se alude al darwinismo social como una manera de explicar quiénes triunfan o pierden en las escalas sociales. Por eso algunos autores postmodernistas utilizan terminología científica descontextualizada, sin conocer su verdadero significado. Es la permanente diatriba que analizó C.P Snow sobre las dos culturas, la de las llamadas ciencias «duras» y las humanidades, y de cómo se entrelazan o se separan. Tendremos que atenernos con rigor a los conceptos y experimentos de la física, la química o la biología si las utilizamos para explicar el conocimiento de los procesos sociales. Los postmodernistas piensan que conocer la realidad depende de los valores de la construcción que los humanos hagamos para llegar a una u otra conclusión, sin que podamos aseverar que esa es la única verdad. En cambio, los «científicos» creen que pueden ir construyéndose verdades que van superponiéndose a lo largo de la historia en el proceso de investigación para alcanzar certezas que nos conducen a construir teoremas para intentar comprender y dominar la naturaleza, unas veces con seguridad plena y otras practicando el índice de probabilidades.

Las ciencias positivas no pueden asimilarse a un juicio donde el jurado, en función de los argumentos del fiscal o del defensor, decide la culpabilidad o la inocencia del imputado en función de pruebas, o intenciones, que pueden tener interpretaciones divergentes. Por ello llegar a un consenso, con mayoría absoluta o mayoría simple, es la verdad que decide la suerte del procesado. Podrán, con el tiempo, aparecer nuevas pruebas para la revisión de caso, pero de todas formas la decisión que se tome corresponderá a los que en esas circunstancias determinen una nueva sentencia o reafirmen la ya emitida. La verdad, por tanto, es el producto de un consenso social que, si lo trasladamos a la sociedad, dependerá de quién disponga lo que conviene aceptar como base de la convivencia. Si hay sociedades que permiten el aborto o el matrimonio gay es porque los representantes de las mismas han estimado que son fórmulas de comportamiento aceptables, y por tanto legales. Lo que no impide que en otro momento esa misma aceptación pueda ser modificada si los que detentan el poder representativo se prestan a abolirlas.

Este debate se evidenció de manera clara en el siglo XX, pero tiene sus raíces en la filosofía del Renacimiento y la Ilustración y se extiende en el presente siglo mas allá de los círculos académicos para formar parte de la conciencia de la ciudadanía: la verdad que se establece es la que se impone en las urnas. Pero las dinámicas sociales no permiten muchas veces la estabilidad de lo que en un momento dado han reflejado unas elecciones, y entonces la presión política y ciudadana hace que no se cumpla el plazo destinado para cumplir los programas que, en principio, han obtenido el respaldo mayoritario. O también porque el resultado electoral obliga a pactos entre distintas formaciones para formar gobiernos que arbitren fórmulas de consenso que no siempre resultan satisfactorias. Todo ello hace que, en coyunturas de crisis económicas o sociales, o en circunstancias extraordinarias como una pandemia, el marco de las democracias padezca la desafectación de los ciudadanos que experimentan la desazón de no saber a qué atenerse. La multiplicidad de propuestas para llegar a una solución hace difícil saber cuál es la adecuada, o la más acertada. Es entonces cuando se extienden lo que ha sido denominado «el malestar de la democracia», con multitud de publicaciones que abordan el tema desde distintas perspectivas. (Vid V. Pérez Díaz, El malestar de la democracia, Crítica, 2008). En todas ellas se señala el desengaño de no ver mejora en la situación.

El problema no es que, por ahora, se ponga en cuestión el sistema en sí porque todavía existe el convencimiento que cualquier alternativa, como una dictadura, es peor. Pero sí la posibilidad de decantarse por alternativas, desde la derecha o de la izquierda, que impongan un orden semidictatorial con apariencia democrática.

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