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El Murakamide siempre que enamora o decepciona

La última colección de relatos del más occidental de los escritores japoneses, ‘Primera persona del singular’, incide en sus grandes temas y preocupaciones de siempre, aunque tiene libros mejores

El Murakamide siempre que enamora o decepciona

Recuerdo la juventud como si hubiera ocurrido ayer. Me refiero a la mía, porque hoy nadie, por pocos años que cuente, es joven. Ya no hay inocencia. Fui joven, claro, y en esa época la brisa que azotaba mi cara en las eternas noches de verano sabía diferente. Era audaz, no tenía miedo y la vida se presentaba ante mí como un enorme escenario en el que brillaría en una obra de teatro escrita por alguien que, sin duda, quería lo mejor para mí. Pero hoy la juventud es un recuerdo lejano, brilla en la oscuridad como una destellante pepita de oro y sólo la recuerdo por los reflejos que, de vez en cuando, me asaltan en estas horas difíciles de la edad adulta. Esa es una sensación comparable a la que he sentido tras leer ‘Primera persona del singular’, editado por Tusquets, la última colección de relatos del gran Haruki Murakami, el más occidental de los escritores japoneses, el más japonés de los escritores occidentales.

Yo soy un rendido admirador de Murakami, su prosa me sedujo pasados los treinta y ese amor incondicional, similar al que ahora vivo con Kallifatides o Zweig, duró un buen puñado de libros: ‘Tokio Blues’, ‘Al sur de la frontera, al oeste del sol’, ‘Los años de peregrinación del chico sin color’, ‘Kafka en la orilla’, ‘1Q84’, ‘La muerte del comendador’ o ‘Sputnik mi amor’ son novelas, todas ellas, que devoré con fruición y, sin recato, debo decir que mi horizonte literario se ensanchó tanto con Murakami que, incluso, le rendí homenajes crepusculares en algunos de mis relatos. Porque su propuesta era refrescante e innovadora:una sentimentalidad amable, elegante y en la que el dolor corre bajo la contención de sus protagonistas; la mejor música del siglo XX, del jazz a la clásica pasando por el pop y el rock; interminables odas a la juventud como principio de la tragedia o, como vía de una estación de la que no habría de salir ningún tren; una suerte de realismo mágico con ribetes orientales en el que todo podía suceder, explorando, incluso, planos existenciales paralelos divididos tan solo por dos lunas; el sexo como redención; el suicidio y sus consecuencias; las secuelas de una tragedia y las correspondientes historias de superación y el bar como espacio mítico de interrelación social, como frontera.

Caí rendido, sin duda, a esa prosa minuciosa y detallista que retrata, como una cámara de cine, la realidad que rodea a sus personajes; una prosa que, por oleadas, iba ganando almas y que nació a la literatura escrita en inglés para buscar la sencillez. Pero, cuando abrí sus libros de relatos, comprendí que Murakami era un gran cuentista:me subyugaron ‘Sauce ciego, mujer dormida’, ‘Hombres sin mujeres’ y ‘Después del terremoto’, sus atmósferas de soledad y misterio en las que siempre está a punto de ocurrir algo; esa forma aséptica de acercarse al dolor y no darle mayor trascendencia a las heridas del corazón, entendidas como zarpazos de la vida que todos vamos a recibir; esos cuentos largos y evocadoras con ecos de Carver o Cheever. Con ‘Primera persona del singular’ he vuelto a palpar al Murakami de siempre, al que me sedujo, pero hay un pero: él no ha cambiado su propuesta literaria; yo sí he cambiado. No soy la misma persona. Nadie se baña dos veces en el mismo río. Y, pese a ofrecer lo de siempre, Murakami, en esta ocasión, me llega menos que otras veces. Su obra todavía provoca resonancias evocadoras en mi cabeza y, si hay cuentos en esta nueva propuesta en los que vuelve el gran Murakami de siempre (impresionante ‘Charlie Parker plays bossa nova’ o ‘With the Beatles’), hay otros que, sinceramente, me han dejado frío, vacío:‘Flor y nata’.

Hay en estos cuentos barras de bar que son precipicios, mujeres enigmáticas capaces de sentenciar a su antagonista con una mirada, encuentros sexuales como prácticas de evasión de la realidad, concesiones al surrealismo (hay un mono que habla y se enamora de mujeres) y tipos que se ponen un traje y una corbata para ver si así la vida les mira con misericordia o, al menos, con algo más de complicidad que hasta ahora.

Este libro de relatos, por tanto, ofrece los ingredientes habituales de un tipo que es eterno candidato al Nobel y que ha subyugado a millones de lectores en todo el mundo, pero también es, podría decirse, más de lo mismo, más de lo de siempre, la misma receta, idéntica medicina a la que nos prescribió en anteriores trabajos. Sigue subyugando, hipnotizando, la fuerza arrolladora de su prosa nos sigue enamorando, pero algo menos. Y es una pena, la verdad, que este amor muera en la orilla.

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