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Auster y Crane, unidos por la música de Azar

El autor de ‘4321’ reivindica al creador de ‘La roja insignia del valor’ en una obra total que desborda literatura y pasión por la vida.

Auster y Crane, unidos por la música de Azar

Después de la mayúscula proeza de 4321, Paul Auster inició la cuenta atrás para un empeño nada relajado. Otro desafío: salirse de las vías narrativas convencionales para enhebrar hilos biográficos y analíticos alrededor de una figura literaria enigmática y sugerente: Stephen Crane (1871-1900), el autor de Maggie, una chica de la calle (1893) y La roja insignia del valor (1895), que nació el Día de los Difuntos y murió cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, deshecho por la tuberculosis y con el siglo XX aún en pañales.

¿Por qué Auster y Crane unen sus caminos? El azar, claro. Su música hipnótica. Auster + azar= idea. Leyó por casualidad el relato El monstruo y ahí empezó todo. A pesar de su prematura muerte, Crane tenía obra abundante y variada, y aunque es un autor reconocido, no se le conoce lo suficiente. Y Auster, conocido y reconocido, decidió corregir esa anomalía. Lo que iba a ser un proyecto modesto se terminó complicando, como si de una novela austeriana se tratara. Todo se enredó. ¿Algo en común? Ambos nacieron en Newark y jugaron al béisbol. Y probaron todos los similares palos literarios. Crane pasó a ser «Ferguson 5», un alter ego imaginario que añadir a 4321. Un buen compañero de viaje real para reposar del realismo extremo de la anterior novela. En lugar de indagar en su propia vida (imaginada y o verdadera), Auster se pasó dos años leyendo cuanta palabra salió de la mente de Crane sin perder de vista un entramado vital lleno de contradicciones y frenesí. Sin renunciar nunca al humor.

El resultado de ese viaje es La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral), que transmite al lector la misma fascinación que el propio Auster sintió al ir profundizando en una aparente biografía trufada de aparente análisis literario. Es las dos cosas y ninguna. Bienvenidos al mundo Auster. Consciente de que es imposible separar la vida de la obra, máxime cuando estamos ante un caso de escritor cuya creación artística avanzó a una velocidad mayor que su propia madurez como persona, Auster se sintió genuinamente motivado por encontrar explicaciones a esa aparente falta de sintonía entre un arte muy desarrollado –que ayudó a introducir el modernismo en Estados Unidos– y una vida incipiente marcada por el valor y la debilidad, la facilidad para los embustes y un bolsillo siempre roto. Hay otros ejemplos de genios literarios que dieron lo mejor de sí en edades tempranas: pensemos en Rimbaud, Thomas Mann, Keats, David Foster Wallace, Truman Capote, Scott Fitzgerald… O Schubert y Mozart en terrenos musicales. Músicas azarosas todas ellas.

Crane aprovechó bien su escaso tiempo. Y lo hizo sin tener un gran bagaje literario que alimentara su propio criterio, aunque no rechazara las buenas compañías (fue amigo de Henry James y Joseph Conrad). El suyo fue un impulso natural y espontáneo, un concepto-ariete con el que derribar muros de cartón-piedra. Auster se siente muy cercano a esa condición de autor que embiste contra lo que no le gusta y rastrea lo que se sabe del autor mezclando su peripecia vital con la reflexión sobre sus escritos: un juego de espejos donde se refleja la condición indomable de un creador arrastrado por un instinto transmutado en don. No es extraño que Auster busque un punto de unión existencialista entre Crane y Camus, un cruce de caminos entre el absurdo revelador, la condena fatalista y el heroísmo tal vez baldío.

Hay que estar agradecidos a Crane no solo por su obra (ojalá se recupere como es debido por estos lares), sino por haber inspirado esta demostración austeriana de cómo un texto literario puede «cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita». En ocho años y medio, Crane «produjo una obra maestra en forma de novela (La roja insignia del valor), dos novelas cortas exquisitas y audazmente concebidas (Maggie: una chica de la calle y El monstruo), cerca de tres docenas de relatos de irreprochable brillantez (entre ellos El bote abierto y El hotel azul), dos recopilaciones de algunos de los poemas más extraños y feroces del siglo XIX (Los jinetes negros y ‘War is Kind’ [La guerra es buena]), y más de doscientos artículos periodísticos, muchos de ellos tan buenos que están a la altura de su obra literaria».

«No lo enfoco como especialista o erudito, sino como viejo escritor sobrecogido por el genio de un autor joven», reconoce Auster, quien, además, aprovecha la ocasión para vestir ropajes de historiador y situar a Crane en un contexto histórico ciertamente apasionante entre 1871 y 1900: del Viejo y Salvaje Oeste a los balbuceos de la América capitalista. A su manera, Auster aplica en ocasiones ese concepto tan suyo de muñeca rusa que contiene figuras más pequeñas.

Crane, escribe Auster, está «ahora en manos de los especialistas, licenciados, aspirantes al doctorado y catedráticos de Literatura, mientras que el ejército invisible que forma el llamado lector general, es decir, quienes no son ni universitarios ni escritores, los mismos que aún disfrutan leyendo a clásicos consolidados como Melville y Whitman, ya no leen a Crane». Es decir, Auster se toma muy en serio la labor de rescatar el talento de Crane de las vitrinas solemnes y devolverlo a su lugar natural con el lector puro y duro. Devorado por su velocidad creadora, la llama de Crane se niega a la extinción, como lo demuestra el homenaje que Auster le rinde en un millar de páginas que se hacen cortas, culminadas por un mensaje reivindicativo: en estos tiempos en los que Estados Unidos vive una etapa oscura y convulsa, «tal vez ha llegado el momento de sacar de su tumba al muchacho fogoso y empezar a recordarlo de nuevo. La prosa aún restalla, la mirada sigue traspasando, la obra todavía escuece». De acuerdo, Auster: definiendo te defines: este libro restalla, traspasa, escuece. Y se impone volver atrás, observar la última fotografía tomada a Crane, detenerse ante la imagen de su tumba, invocar un escalofrío.

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