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COMPLICIDADES

Vulcanología navideña

Los últimos años han sido de una exacerbada exigencia intelectual, agotadores por lo que respecta a lo que debemos estudiar y aprender. Acabábamos de convertirnos en epidemiólogos de salón, en virólogos de mesa camilla, en vacunólogos de urgencia, cuando se nos ha venido encima la erupción volcánica de La Palma y hemos tenido que cursar un máster acelerado de geología superior, de vulcanología avanzada. Lo cierto es que no doy abasto, no me da la vida, como dicen ahora los especialistas televisivos en asuntos de rendimiento laboral.

Ahora que ya podía levantar la voz en las comidas de amigotes, sobre la eficacia probada de las mascarillas FPP2, en comparación con las FPP3; ahora que ya me escuchaban mis vecinos cuando les explicaba las diferencias entre las vacunas de ARN mensajero -qué lírica de la ciencia- y las vacunas de toda la vida, las emparentadas con las vacas y con Monsieur Pasteur; ahora que mis hijos me escuchaban con atención no fingida cuando en las cenas los alecciono sobre el papel de los linfocitos T, los linfocitos B, y los linfocitos citolíticos naturales; ahora, cumplidos los sesenta, he tenido que empaparme a toda prisa de vulcanismo, para que se me respete algo durante las juntas de vecinos que celebramos en el zaguán de mi casa.

Creo que la erudición precipitada que se debe adquirir en estos casos tiene que ver con el manejo de un vocabulario específico. En el detallismo está la esencia de las cosas. La precisión máxima es la madre de la máxima belleza. El rigor empieza con un palabro bien traído. 

Por lo que se atiene al asunto de las erupciones, hay que proveerse pronto de ciertos términos, porque sin las palabras adecuadas no hay poesía, ni geología, ni misa concelebrada. Tengo la impresión de que a la gente lo que le gusta de verdad es escucharse hablar de conos de escoria, de cámaras magmáticas, de explosiones estrombolianas, sean esos asuntos en definitiva lo que sean (ay, siempre que escucho o utilizo ese término, estromboliano, pienso en Sofía Loren, que no aparece en la película «Stromboli», de Rosellini, pero que me encantaría que apareciese, porque cuando aparece la Loren me derrito de admiración contemplativa). 

La vulcanología navideña que se avecina nos va a exigir en las cenas familiares el sembrado de algún que otro flujo piroclástico, y su poco de calderas félsicas, para epatar a nuestros cuñados después de la segunda copa de cava brut nature. Y su puñadito de rocas intrusivas y extrusivas con su correspondiente composición química. 

Yo que ustedes iría elaborando un pequeño diccionario vulcanológico de emergencia para la Nochebuena. Con un interferómetro láser que mida los teodolitos, el turrón sabe mejor.

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