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Crónicas de la incultura

Bajo la alfombra

Bajo la alfombra

La expresión esconder bajo la alfombra denota un montón de referentes posibles, a cuál más variado. Ocultamos celosamente de las miradas y de la curiosidad ajena todo lo que nos avergüenza, fundamentalmente los fracasos y las desgracias. Claro que cada persona tiene una vara de medir diferente para lo que quiere ocultar: hay quien se horroriza de que los demás sepan que ha perdido el empleo, quien considera tabú una enfermedad grave que afecta a alguien de su entorno y hasta quien intenta sustraer al conocimiento de los extraños el más modesto fracaso escolar de sus hijos. No existe una expresión antónima de la que estoy analizando, salvo, tal vez, dime de qué presumes y te diré de qué careces. Este exhibicionismo de quiero y no puedo, que se agudiza en vísperas de Navidad cuando la gente se lanza frenéticamente a tirar la casa por la ventana, viene a ser lo contrario de esconder bajo la alfombra.

No, esta columna no va de fraseología, solo se sirve de ella para reflexionar sobre lo que hay debajo –nunca mejor dicho– del ocultamiento de las ruinas de la Plaça de la Reyna decidido por el gobierno municipal. Dicen que las tapan de momento, que, cuando puedan, continuarán las excavaciones arqueológicas. Hombre, por favor, que no somos niños: si las taparan con una capa de arena, pase, pero no es así, la capa de cemento proyectada, que recuerda el sarcófago que le atizaron al reactor nuclear de Chernóbil, sugiere más bien que lo que están tapando son nuestras vergüenzas. Comprendo que la decisión no es nada fácil y que en la vieja Europa las excavaciones debajo de cualquier alfombra urbana pueden sacar a la luz lo más imprevisto. La ciudad de Roma solo tiene tres líneas de metro porque si se pusieran a excavar para construir más, todo el centro quedaría inhabilitado. No obstante es evidente que los italianos aman sus vestigios del pasado: ¿y nosotros?

Nosotros amamos el kitsch sobre todas las cosas. València está llena de esculturas extravagantes –a cargo del escultor oficial de turno– a menudo más horteras que algunos sedicentes monumentos falleros que el fuego se lleva por delante cada mes de marzo. Y, sin embargo, esta veleidosa ciudad ha dejado morir sus mejores monumentos con una indiferencia rayana en el suicidio cultural: el Palacio Real (otro que escondieron bajo la alfombra cuando aparecieron sus ruinas), el de Ripalda, el de Mosén Sorell, la Estación de Aragón, el Convento de San Francisco, el Trianón Palace… Eso sin contar la sistemática destrucción de barrios entrañables como Velluters o el Carme. Y luego hablan de preservar la memoria histórica: como nuestros descendientes no se refugien en las hemerotecas…

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