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El caminante

París en otoño

El ambiente es fresco y lluvioso en París. Las hojas caídas ponen una nota dorada en el gris predominante. El péndulo de Foucault, que se mueve con parsimoniosa exactitud, ocupa el centro de la planta de cruz griega del Panthéon y reafirma el carácter laico del edificio. Soufflot lo proyectó como un templo real dedicado a santa Genoveva, pero, tras la Revolución, la Asamblea Nacional decidió en 1791 destinarlo a sepultura laica de destacadas figuras de la ciencia, las artes y el pensamiento. En la cripta, la escultura de Voltaire ante su sarcófago parece mirar al infinito. El de Rousseau simula una puerta entreabierta de la que surge una mano con una antorcha, emblema de la Ilustración. A la entrada del Panthéon se exige el pase sanitario, como en todos los edificios públicos, en bares y en restaurantes.

La Opéra Bastille advierte que hay que estar 45 minutos antes del comienzo para facilitar el control de los pases. La función registra un lleno absoluto y no hay asientos vacíos, aunque todos los espectadores llevan mascarilla. Hannu Lintu dirige un Holandés errante de Wagner, con producción de Willy Decker, muy aplaudido por el enmascarado público.

El día siguiente, visita a La Tour d’Argent, clásico restaurante de la Rive Gauche fundado en 1582. Servicio exquisito y privilegiada vista sobre el Sena. Pero el plato fuerte del viaje no es gastronómico sino musical. En el parque de La Villette se erige la Philarmonie, formidable creación de Jean Nouvel, cuyo revestimiento de aluminio en la parte superior incluye la imagen de 340.000 pájaros a partir de un célebre diseño de Max Escher. Fue inaugurada en 2015 y su Gran Sala Pierre Boulez tiene capacidad para 2.400 personas. Sigue la estela de la Philharmonie de Berlín, de 1963, diseñada por Hans Scharoun e inaugurada en 1963, en la que están el Auditorio Nacional de Madrid y el Palau de la Música de València, ambos de García de Paredes, y este último tristemente cerrado desde el hundimiento de 2019.

La sala de la Philharmonie tiene una forma estudiada y bellamente irregular; su diseño permite que el espectador más lejano esté a 32 metros del director. Está a punto de comenzar una interpretación de Un réquiem alemán, de Brahms, dirigido a la Orquesta y Coro de París por la australiana Simone Young, con Elza van der Heever y Wolfgang Koch.

La acústica es sencillamente prodigiosa: nítida y resonante a un tiempo. La veterana directora tiene muy notables registros fonográficos, que incluyen una Tetralogía de Wagner y sendos ciclos sinfónicos de Brahms y Bruckner. Young reviste su energía de un gesto elegante y flexible, y logra una versión redonda y llena de matices. El pasajero desmayo de una cantante del coro, pocos minutos antes del final, hace que caigan sus partituras junto al timbalero y parece presagiar una interrupción que no se llega a producir. Escucho la prolongada y viva ovación con el deseo de que algún día un destello de cordura devuelva la vida al Palau de València.

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