Ignacio Pinazo y la modernidad
Jaime Siles
Esta innovadora investigación del profesor Javier Pérez Rojas nos permite disfrutar y comprender la singularidad de la plástica de Pinazo desde una perspectiva poco tenida en cuenta antes. De ahí lo llamativo y diría que hasta sorprendente de su título -Pinazo y las vanguardias- aclarado en parte por el guiño cómplice al lector que supone la indicación de su subtítulo: Las afinidades electivas, pues son éstas, casi más que las vanguardias históricas, las que vamos a ver desfilar -como correlatos, similitudes y correspondencias- por estas 238 páginas, llenas de sabiduría artística y pictórica, que tienen como objeto preciso el encuadramiento y contextualización histórica de un pintor cuya singularidad -por desdén, ignorancia o pereza de la crítica- quedaba -o así nos lo habían hecho creer- en la tierra de nadie de la pintura moderna. Y, sin embargo, nada más lejos de la historia y de la verdad, como demuestra los trece capítulos que articulan el libro, iluminados cada uno de ellos, por una abundante documentación gráfica y una sólida bibliografía. No puedo comentar uno a uno cada capítulo. Pero no quiero renunciar a insistir de qué modo la lectura de este bien fundamentado texto, perfectamente concebido y brillantemente escrito, aporta una visión exacta tanto del variado conjunto de esta plástica como del sentido y fases de su evolución.
En primer lugar llama la atención la metodología empleada, que evita y rehúye fiarlo todo a los posible influjos e influencias, y , en su lugar, aunque sin dejar de señalar aquellas, propone como método innovador y novedoso aplicar lo que Goethe -tomando prestado el título de un tratado de química del sueco Torbern Olof, discípulo de Linneo- llamó «Afinidades electivas» y Juan Ramón Jiménez, «Afinidades elegidas», porque esto es lo que ambas aquí son: «electivas», pero también «elegidas». Este punto de partida sirve al profesor Pérez Rojas para trazar un posible mapa de relaciones que le permite -como él mismo dice- «disolver las categorizaciones cerradas y lineales» y establecer así «una nueva narrativa al margen del esquema de los ismos y el corsé de la temporalidad». Y creo que, desde luego, lo consigue, porque, entre otras cosas, su profundo estudio demuestra -en el caso de la pintura de Pinazo- lo que, en el caso de la poesía exigía Juan Ramón: esto es que un poeta y, mutatis mutandis, un artista «debe significar todo el pasado y todo el porvenir». Y eso es exactamente lo que, a lo largo de este libro, se demuestra: la tradición heredada y, a la vez, la sui generis incorporación a la modernidad de nuestro pintor.
Otro punto novedoso en esta exhaustiva investigación es la aplicación -hasta donde se puede- de la teoría del caos, a partir de la cual se intenta explicar la complejidad caótica de la plástica de Pinazo y entenderla no como un defecto - como tantas veces se ha hecho y pensado- sino como una consecuencia de su pertenencia al sistema de representación propio de la modernidad. Todo ello, sin renunciar a los datos que procura la información biográfica, a partir de la cual pueden entenderse muy bien sus afinidades con Van Gogh en sus dibujos de los zapatos, fechados en 1862 : es decir 16 años antes de que Van Gogh pintara en 1888 su famoso Par de botas. Pérez Rojas trae a colación, además, El paseo de Robert Walser e indica la posibilidad de ver en estos dibujos del calzado no sólo la relación que tienen con uno de los primeros oficios que Pinazo, urgido por la necesidad económica, se vio obligado a desempeñar, sino también el símbolo en ellos «de dos recorridos entrelazados en la vida del futuro artista»: «dos miradas y dos caminos que en la Valencia de esa época estaban estrechamente imbricados», como eran el urbano y el rural , subrayando, además, que «Los zapatos dibujados podrían verse como naturalezas muertas» -en el caso de «los dibujos individuales»- «mientras que el que muestra los dos zapatos trazando un ángulo podrían tener cierto valor de autorretrato o de relato autobiográfico», completando esta fina observación con este no menos interesante y acertado apunte: «este simbolismo- subraya- es aplicable al conjunto», ya que nos transmite «un tipo de información que refleja la realidad , rural y urbana, de un hombre ubicado en los lindes de ambos espacios». Y esta condición de vida limítrofe, de vida de frontera entre dos realidades como entonces eran la urbana y la rural, la explica por la ubicación de su domicilio en la calle Sagunto. Lo que le ofrecía una perspectiva monumental de la València de su infancia y juventud, al contemplar las Puertas de Serranos y las murallas todavía no derruidas, cuando cada mañana iba a las Escuelas Pías : imágenes que son una prueba de cómo y hasta qué punto lo rural y lo urbano «forman parte del horizonte plástico» de nuestro pintor, en el que -según Pérez Rojas- funcionan como dos mitades complementarias, anunciando así su condición de doble flâneur: baudelaireano y benjamiano a un tiempo, del que es un buen ejemplo su Autorretrato con sombrero de 1872, aquí muy bien analizado y comentado.
Otro aspecto que llama la atención es la relación de Pinazo con Goya y lo goyesco. Pinazo en su discurso de ingreso en la Real Academia de San Carlos, cita los «caprichos de Goya» y en su álbum del Museo del Prado el influjo de Goya está patente -tanto en su interés por la caricatura- que, como advierte Pérez Rojas , no puede separarse del éxito de ésta practicada por los valencianos Estruch y Salustiano Asenjo- como en sus dibujos a la aguada, hechos en la década de 1880, y que se inscriben en la «órbita de lo goyesco». Lo que lo aproxima a lo que mucho después harán Saura, Soulages, Vedova y los informalistas. Pero en Pinazo -advierte- hay más «intuición y experimentalismo» que modernidad y, sobre todo, deseo de libertad y voluntad de antiacademicismo. Y eso es lo que busca en ejemplos de los maestros del pasado, a los que recurre guiado por su sentido de la tradición. Como el mismo Pinazo afirma: «El que busca el saber más debe mirar hacia atrás que hacia el presente». Y esta consigna no es un mal consejo, que él mismo, como todo verdadero creador, seguirá, pues la Tradición con mayúscula no es sino un gran fondo de armario en el que se puede encontrar casi todo lo que se busca. Y lo que Pinazo buscaba era precisamente eso: hallar los precedentes que le sirvieran para crear su propia tradición, en la que el joven Pinazo buscaba hallar los precedentes que le sirvan para encauzar su propia creación. Y Goya va a ser uno de sus primeros maestros, y su influjo se hace muy patente en su necesidad de representar la instantaneidad de la vida y su constante movimiento, que nos da una clave para comprender otro de sus rasgos más distintivos: el de non finito y continuo in fieri que confiere a muchos de sus cuadros la apariencia de apunte inacabado y que corresponde a su plasmación de la vida contemplada en su continuo y rápido fluir. «Yo -dice Pinazo- a fuerza de ser impersonal, tengo en ello mi personalidad». Lo que enlaza con el libro de Juan Ramón Jiménez Poemas impersonales. Todo lo cual hay que poner en relación tanto con la disolución de los personajes en la multitud social que los rodea y envuelve, difuminándolos y haciendo casi desaparecer bajo ese evanescente dinamismo que -como en la pintura de Rembrandt- absorbe los objetos, las personas y las cosas engulléndolas en una especie de no-ser o de dejar-de-ser :algo propio de esa crisis del sujeto que -como consecuencia de la atomización llevada a cabo en el Siglo XIX por la ciencia- ha destruido los vínculos con el Absoluto, que enuncian, cada cual a su modo, Baudelaire, Mallarmé y Rimbaud; que tiene su filósofo en Schopenhauer, primero, y en Nietzsche después, llegando -y de ahí la muy acertada comparación con Kokoschka- a un filósofo como Mauthner, al Lord Chandos de Hoffmannsthal y al Tractatus de Wittgenstein. Pinazo quiere captar el dinamismo del instante y eso lo aproxima a los impresionistas, sin serlo él. Y más a los impresionistas italianos que a los franceses. Y tal vez no sea ocioso recordar el interés que el joven Pinazo sintió por los pequeños apuntes del natural hechos por Fortuny: en concreto, por las pequeñas composiciones como Corrida de toros (1867-68), que hay que poner en relación con los dibujos que Pinazo había copiado de los grabados de La Tauromaquia de Goya, en los que asistimos a ese intento suyo de captar el movimiento del instante y el dinamismo de la instantaneidad, ya que para Pinazo el cuadro es un espejo del tiempo. De ahí que su obra pivote sobre la naturalidad del apunte y que el tiempo sea también el tema de obras suyas de gran formato, realizadas con la técnica y la estética del inacabado. El enamorado de la vida, que Pinazo es, quiere salvarla y que no desaparezca como en la pintura de Rembrandt sino que se mantenga por completo viva en su incesante discurrir. No otra es la filosofía de su bocetismo: captar situaciones triviales y cotidianas que para sus protagonistas son experiencias únicas. En este sentido su pintura podría compararse tanto con la poesía de los marinistas italianos como con la del realismo transcendente de nuestro Siglo de Oro.
Según Pérez Rojas la evolución seguida por Pinazo se dirige «de un naturalismo impresionista hacia un expresionismo muy personal», en lo que coincide con Valle-Inclán. Pinazo se interesa por lo que llama «una lectura de lo vivo». Y de ahí que la gramática de su pintura sólo tenga un tiempo verbal: el presente, sometido a una rigurosa y reflexiva percepción, que lo analiza tanto como lo descompone y que lo descompone tanto como lo fija en su continuo fluir. Por eso autonomiza el apunte y lo eleva de rango y condición. La vida es tiempo y espacio a la vez y Pinazo va a tener en cuenta a ambos, aunque potenciando el primero sobre el segundo. Podría hablarse del heraclitismo o bersongnianismo de Pinazo. De ahí su interés tanto por el fragmento como por la luz. La obra de Pinazo es una obra abierta, que traza una especie de panóptica que convierte su inicial pintura de historia en pintura de historia social. Un acontecimiento local -como la nevada de 1885 en València- transciende la anécdota para convertirse en insólita vivencia, sin dejar por ello de ser historia a la vez. Pérez Rojas compara la València nevada de Pinazo con obras de Pisarro y Sisley de tema similar y subraya el valor de la ventana como punto de percepción, que nuestro pintor comparte con Mallarmé y con Dalí, al tiempo que señala su similitud con la pintura japonesa. Significativa es la atención prestada por Pinazo al humo y las mascletaes, a las que confiere dignidad teatral, poniendo en relación Fuegos artificiales (1880) y Plantat Castell con la fotografía de Herbert List Windgauge (1933), así como con Nocturno en negro y dorado: cohetes cayendo de Whistler y la coincidencia en la tensión emocional con Boldini, Bacon y Jacinto Gil. Pero más curiosa aún es la que encuentra entre Salida de misa de Godella (1890) y el fotograma «La salida de los obreros de la fábrica» de los hermanos Lumière (1895), o la que establece entre Calvario de Godella (1912) y un fotograma de El ciego de la aldea, película rodada en 1904 por Ángel García Cardona y Antonio Cuesta. Sorprendentes son también su aire de familia con la pintura de la llamada Escuela Española de París: Bores, Peinado, Viñes…, indicando otras similitudes con Ramón Gaya y Miquel Barceló. Un descubrimiento notable es su parecido con la pintura del dramaturgo August Strindberg.
Javier Pérez Rojas ha escrito un libro modélico que nos da una imagen inédita de «la pintura taquigráfica» y «el pincel borracho»de Ignacio Pinazo, que relaciona con Picasso, Alberto Greco, Basquiat, Sonia Delaunay, Klee, Dubuffet, Lozano, Schwitters, Saura o Baselitz, demostrando la modernidad del valenciano que llegó a ella por intuición y siguiendo sus propios dictados interiores y comprendiendo -lo que no es poco- que el proceso creativo es tan importante como la obra misma.
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