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Complicidades

Gente del limbo

Siempre he estado convencido de que los artistas -en especial los escritores, que son quienes más me interesan y quienes trabajan con una materia tan volátil como las palabras- no están ni del todo vivos ni muertos por completo. Son gente del limbo. Los límbicos. Los que no están ni en un lugar ni en otro, como sugiere la etimología del término: tipos que están en el borde, en el filo, en un territorio sin definición concreta.

En mis cavilaciones teológicas, que no son demasiado habituales, el limbo es ese lugar al que las almas van, las almas de los escritores, en el caso de que el alma exista, y, sobre todo, en el supuesto de que los escritores la posean y la merezcan, algo que está por demostrar todavía. El limbo parece ser que, en la doctrina del cristianismo, es un ámbito bastante confortable, en la frontera del infierno, pero sin el peligro de que el fuego infernal te chamusque la anatomía, o lo que Dios quiera que posean los sujetos -es un decir- que viven en el limbo. Es decir, el limbo tiene trazas de resort albanés con ínfulas de hotel de cinco estrellas: un establecimiento que no está mal para pasar un fin de semana, pero que nadie en sus cabales escogería para alojarse durante la eternidad (porque en el limbo -dicho sea sin ánimo de polemizar con la Iglesia- se entra sin comerlo ni beberlo, sin pecado, como entran los niños sin bautizar, pero no se sabe muy bien cómo se sale).

William Faulker recomendaba al gremio de los escritores que procurasen vivir en un burdel, porque era el lugar idóneo para la creación. Durante el día, se disfruta de un sosiego monacal que facilita la concentración necesaria para escribir novelas sobre el profundo Sur de los Estados Unidos de América y sus habitantes movidos por las pasiones destructoras. Y durante la noche, uno encuentra el suficiente entretenimiento como para relajarse de las obligaciones diurnas, y entregarse al conocimiento del género humano en sus diferentes facetas, incluída la del conocimiento bíblico del prójimo.

Me figuro el limbo como un país parecido, algo así como un islote terrestre entre -digamos- Tijuana y Vaduz, la capital del Principado de Lichtenstein; estos es, un espacio equidistante entre un lugar con cierto ajetreo peligroso y otro lugar en el que aburrirse mortalmente con absoluta placidez.

Los límbicos, los inquilinos del limbo, son como los personajes de las películas de zombis y vampiros: los no muertos, pero los no vivos. Al fin y al cabo, la identidad es un asunto que no acaba de estar claro del todo. Un no parar, un fluir permanente, un ni conmigo ni sin mí.

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