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Offenbach, amor y llanto

Offenbach, amor y llanto

He disfrutado con Los cuentos de Hoffmann, la gran ópera de Jacques Offenbach representada estos días con éxito en el Palau de les Arts y que sólo había visto en DVD. Es una obra mayor en la que explosiona el genio de un gran músico abandonado a la muerte. El material literario del que parte el libreto son tres soberbios cuentos de E.T.A. Hoffmann. Uno de ellos, El hombre de arena, será enormemente fértil para el psicoanálisis: lo siniestro en Freud, la angustia en Lacan. Poca broma.

Su puesta en escena es un buen motivo para leer, o releer, los propios cuentos y, sobre todo, la deslumbrante biografía de Siegfried Kracauer Jacques Offenbach y el País de su tiempo (Capitán Swing). No es un relato al uso. Es una biografía social. Tras las andanzas de este niño prodigio vemos desfilar una época en la que París concentra la historia de Europa. Y Kracauer demuestra la dependencia que todo género artístico tiene de unas condiciones sociales determinadas.

Amigo de Th. W. Adorno y compañero de Erich Fromm, de Walter Benjamin y de Ernst Bloch, Kracauer ha pasado a la historia de los estudios culturales por su libro De Caligari a Hitler: historia psicológica del cine alemán (Paidós). Historiadores como Enzo Traverso o Sabina Loriga han destacado que la vida de Offenbach sugiere a Kracauer la posibilidad de no «pertenecer», de la «extraterritorialidad». En el prólogo, también Vicente Jarque lo caracteriza como un pensador extraterritorial que se mueve entre distintos géneros y disciplinas. El bulevar parisino, patria de los apátridas, dice Kracauer, era para Offenbach «un espacio en el que podía mantener ese estado de libre fluctuación que tan bien se ajustaba a él». Allí triunfa. Pero, tras la guerra franco-prusiana, la música de Offenbach, judío de origen alemán, será criticada como antipatriótica a un lado del Rin y como demasiado “boche», al otro.

Offenbach era un guasón de mucho cuidado y Kracauer no quiere que su biografía se aparte de esa actitud. Al modo de sus célebres operetas, Kracauer hace de su retrato una fantasmagoría. En las páginas finales, nos pinta los días en que Offenbach emprende su gran ópera. Al borde de la muerte, nos dice, se parece al propio Hoffmann en que «al igual que este, se peleaba con sus demonios». Hay escepticismo, pero no amargura. El hombre y el artista se somete a sí mismo a juicio y «cuántos fantasmas se le aparecían durante ese proceso, en el que ponía en juego toda su existencia artística, lo delata la música que refleja el pánico de un niño perdido en la oscuridad». Tal vez porque, como concluye la ópera, «somos grandes por el amor y más grandes por el llanto». O al revés.

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