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El caminante

Surrealismo

«Bello como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y un paraguas». Esa frase, la más célebre del Conde de Lautréamont, en sus ‘Cantos de Maldoror’, siempre me ha parecido un condensado manifiesto de algo que estaba anticipando sin saberlo: el surrealismo. Isidore Ducasse, que ese era su verdadero nombre, murió en París en 1870 cuando aún no había cumplido 25 años. Casi 50 después, en 1919, se publican las primeras muestras de escritura automática, de André Breton y Philippe Soupault, ‘Les champs magnétiques’, y en 1924 el primero publica el célebre ‘Manifiesto surrealista’. La palabra surréalisme en francés significa literalmente superrealismo, pero los intentos de consagrar esta forma en español han sido estériles.

El surrealismo, con Lautréamont pero también Rimbaud como precursores literarios, fue una revolución estética a partir de las teorías de Freud, especialmente en lo relativo al inconsciente, y también como consecuencia del trauma de la Primera Guerra Mundial. La escritura automática pretende dar vía libre al inconsciente en la literatura, y las artes plásticas se pueblan de visiones oníricas en las pinturas de Dalí, De Chirico, Delvaux, Miró o Magritte. Pero el movimiento surrealista quiso ir más allá. El arte no solo debía ser revolución estética dando protagonismo al inconsciente, debía también «cambiar la vida».

Los principales representantes del movimiento surrealista se alinearon con el marxismo. Breton estaba influido por los escritos de Freud, pero también por las obras de Marx, Engels y Trotski, al que visitó en México cuando estaba exiliado huyendo de Stalin, quien acabaría asesinándolo por obra del militante del PSUC Ramon Mercader. Pero esa es otra historia. Hubo sonadas disensiones políticas, como la de Salvador Dalí, que se instaló en España y elogió la dictadura de Franco, y a quien Breton y sus amigos llamaron Avida Dollars, jugando con las letras de su nombre.

Además de la literatura y las artes plásticas, el surrealismo tuvo importante representación en el cine con la figura de Luis Buñuel. También en música, con Poulenc y su ópera ‘Les mamelles de Tirésias’, sobre texto de Apollinaire, y sobre todo Erik Satie, cuya obra musical y sus escritos están impregnados de espíritu surrealista. A principios de los setenta una gran exposición en el Louvre celebró el cincuentenario del surrealismo. Había muchísimas obras, pero me impactó especialmente la Madame Récamier de Magritte: una escultura en bronce, parodia funeraria del cuadro de David con el ataúd en ángulo sobre el diván y la lámpara de pie a tamaño natural.

Dentro de un par de años se cumplirán 100 del ‘Manifiesto’ de Breton. Supongo que grandes exposiciones recordarán este movimiento que tanto ha influido en la expresión artística posterior. Por el momento me sorprende que se califique de «surrealista» cualquier cosa chusca o absurda, como lo ocurrido en el Congreso con la votación de la reforma laboral, puede que con carga freudiana pero sin pretensiones estéticas. También se ha hablado, con más tino, de esperpento, pero dejaremos para otro día a don Ramón María del Valle-Inclán.

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