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Portbou estación términus

Más que una visita es una experiencia. «El cementerio da a una pequeña bahía, directamente al Mediterráneo, está esculpido en terrazas de piedra; en aquellos pedrizos también se meten los ataúdes. Es con diferencia uno de los lugares más fantásticos y hermosos que he visto jamás en mi vida». Lo cuenta Hanna Arendt en la correspondencia con Gershom Scholem (Trotta).

De viaje por el Ampurdán, llego a Portbou con lluvia, que es como se debe llegar a un lugar como este. Ahora cae suave y melancólica sobre este cementerio colgado de la montaña cara al mar, donde en septiembre de 1940 enterraron a Walter Benjamin. Se había suicidado ante el terror de que la policía franquista lo entregase a la Gestapo, de la que venía huyendo desde que los nazis entraron en París.

Benjamin llegó a Portbou de la mano de Lisa Fittko, quien le condujo por una empinada senda desde Banyuls-sur-Mer, al otro lado de la frontera. Un camino que Fittko, resistente y amiga de Hanna Arendt, reconstruye en un capítulo de su libro De Berlín a los Pirineos, publicado recientemente en catalán con el título de La meua travessia dels Pirineus. L’últim camí de Walter Benjamin.

Portbou es hermoso y triste, nada que ver con los vecinos municipios turísticos. Hoy, todo Portbou parece un cementerio, un vago recuerdo de lo que fue una gran estación ferroviaria internacional. Ahora apenas pasan trenes, como si sólo fuera un gigantesco y decrépito hangar. Los cristales rotos de algunas de las antiguas oficinas de Renfe han sido sustituidos por cartones. Da la impresión de que a toda la ciudad le falta una mano de pintura. Hay muchos edificios abandonados, almacenes, consignatarios, comercios, hoteles, aduanas. Aún pasan algunos convoyes, pero la estación recuerda el decorado de una película de época. La antigua casa consistorial, futura sede de un centro de estudios dedicado a Walter Benjamin, tiene una hermosa fachada modernista corroída por el salitre y la tramontana.

A las puertas del cementerio, hay un sobrecogedor memorial a Walter Benjamin, obra de Dani Karavan. A lo largo de 87 escalones, un pasaje embutido en la montaña a través de una tronera de acero corten, se precipita hacia el acantilado. Al final, un cristal marca el límite sobre el precipicio. El cielo, la tierra y el mar. Sobre él aparecen impresionadas unas palabras de su Tesis de filosofía de la historia: «Es una tarea más ardua honrar la memoria de los seres anónimos que de las personas célebres. La construcción histórica se consagra a la memoria de los que no tienen nombre».

El libro de Lisa Fittko que me ha traído hasta aquí es, sobre todo, una gran lección de antifascismo, un buen equipaje con el que pertrecharse ante las nuevas amenazas.

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