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Volver a Gide

Decían que Gide, André Gide (Premio Nobel 1947), había pasado de moda. Para nada. Hace unas semanas empecé a leer su monumental Diario, que en cuatro cuidados volúmenes ha publicado Debolsillo. Sin embargo, la guerra de Ucrania ha interrumpido esa lectura sosegada y no he podido evitar dar un salto a los años treinta para volver a su Regreso de la URSS seguido de Retoques a mi Regreso de la URSS (Alianza). Y es que, se quiera o no, la figura de Vladimir Putin no deja de ser un fenómeno excrementicio de lo que fue el imperio soviético.

A principios de los años veinte, el joven poeta Gustav Janouch conoció y trabó una gran amistad con Franz Kafka, a partir de la cual escribió Conversaciones con Kafka (Destino). Dando un paseo se cruzan con un grupo de trabajadores con banderas y pancartas. Kafka se muestra escéptico. «Esa fuerza amorfa y aparentemente indomable de las masas» en realidad «está anhelando ser configurada y domada». «Al final de cualquier proceso verdaderamente revolucionario», le asegura, «siempre aparece un Napoleón Bonaparte». El joven le pregunta si no cree que se producirá una expansión de la Revolución rusa. Tras un breve silencio, contesta: «Cuanto más se extiende una inundación, tanto más vadeable y turbia se vuelve el agua. La revolución se evapora y sólo queda el barro de una nueva burocracia». Y en esa inmundicia, acrecentada por los años, estamos.

Vuelvo a Gide. En el verano de 1936 visita la URSS, a donde ha sido invitado a intervenir en el solemne funeral de Máximo Gorki. Las fotografías nos lo muestran en la Plaza Roja de Moscú con Bulganin, Molotov, Stalin y Dimitrov. Pero Gide, además de un compañero de viaje de los comunistas, es un intelectual que pregunta y que se hace preguntas. Hoy, a la luz de lo que sabemos sobre el estalinismo, las impresiones y dudas que plasmó en Regreso de la URSS nos pueden parecer amables e incluso ingenuas. Pero los guardianes de la ortodoxia, con la excusa de no dar argumentos al fascismo, no permitieron la más mínima crítica. Gide pasó de presidir junto a Malraux el «I Congreso Internacional de escritores para la Defensa de la Cultura», que tuvo lugar en París en 1935, a ser un proscrito en el II Congreso Internacional, celebrado en València en 1937, donde, sin embargo, su figura planeó como un molesto fantasma. Esa sombra espectral de Gide se extendió también a lo largo de los duros debates del congreso conmemorativo, que cincuenta años después se celebró en València. Los «psicobolches», que en aquel 1987 seguían sin dar crédito a la posición de André Gide, son los mismos que hoy se muestran comprensivos con Putin.

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