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Calatrava

El presidente de la Real Academia de San Carlos reivindica la modernidad de la Ciutat de les Arts creada por el arquitecto con un recorrido histórico-artístico por el paisaje urbano propio de una verdadera «ciudad azul».

Los ejemplos de la «ciudad azul» -’La Dama Ibérica’ de Manuel Valdés, dos imágenes de la cúpula de lsa Escuelas Pías, El Patriarca y las capillas laterales de la Catedral-, que se unen al Ágora de Calatrava que el mes que viene acogerá el CaixaForum. | PD

Cuando en el mes de febrero de 1483 se iniciaron las obras de la Lonja de los Mercaderes, sus promotores, los jurados valencianos, tuvieron presente como concepto inicial la construcción de un edificio esencialmente grandioso, que sirviera de elemento simbólico y testimonio de la riqueza que la urbe atesoraba; así, debía ser: «Molt bella magnífica e sumptuosa… que sia honor e ornament d’aquesta insigne Ciutat». Claro que debía poseer capacidad para albergar allí a aquellos que quisieran comerciar, pero siendo conscientes de que lo que estaban reclamando era más que un espacio suficiente para ejercer la actividad, llegando hasta aprobar un ámbito de proporciones descomunales, sin reparar que fuera obligatoriamente oneroso para las arcas públicas.

Zócalo de del Centre Cultural La Beneficència.

Sabemos que, de los tres fundamentos de la triada vitruviana: firmitas, utilitas y venustas, no siempre los proyectos arquitectónicos se decantaron por un equilibrio modélico; entre infinidad de factores porque en cada edificio -aunque de modo variable-, existe siempre un principio sobrepuesto: el de su significado; hasta el punto, de que si la arquitectura es considerada como una de las Bellas Artes es, en buena medida, por ese valor significante, que incluye desde la más sencilla y modesta construcción propicia para la subsistencia, hasta la catedral más grandiosa o la fábrica del más alto de los rascacielos.

«El Parotet» de Miquel Navarro.

Durante el siglo XVIII -cuando se produce en Europa la segunda gran mirada hacia el universo clásico-, se retoma con intensidad el valor de los significados, pasando de la precedente ornamentación extrema (en nuestra ciudad la del Palacio del Marqués de Dos Aguas), a la pulcritud de la belleza académica (entre nosotros las obras de Gilabert: iglesia de las Escuelas Pías o la transformación de la Catedral); es decir: de nuevo, la arquitectura como significante; de nuevo, la arquitectura como «Arte».

En ese ámbito del testimonio, a lo largo del siglo XX hemos asistido a la sobrevaloración teórica del racionalismo arquitectónico, nacido en su primer tercio a través de un intento por la producción en serie y reducción de costes, tendente a proporcionar viviendas económicas a las clases sociales menos favorecidas. Con el tiempo, la racionalidad estética y los sistemas productivos se trasladaron a otros ámbitos y fueron utilizados para viviendas burguesas, hoteles u oficinas; funciones incluidas en imponentes edificios, diluyendo por primera vez todo significado: así, un muro-cortina de grandes dimensiones podía homogeneizar y desleír en cualquier lugar del mundo la importancia cívica de su contenido.

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Por fortuna, habitamos en un territorio proclive al hibridismo, lo que, no solo lleva parejo el interés por la mixtura de estilos, sino también por la de los significados: ni siquiera el «Modernismo» de Demetrio Ribes optó por una pura Sezessión aunque se inspirara en Otto Wagner, incorporando en el vestíbulo y en la Sala de los Mosaicos los preciosos murales cerámicos costumbritas diseñados por Gregorio Muñoz Dueñas y, en la fachada, los paneles de José Mongrell; de tal suerte, que su Estación del Norte, a diferencia de otras muchas, además de ser eminentemente funcional, se transformaba en una puerta monumental inserta en el corazón de la ciudad, que ya afirmaba en el interior su naturaleza y su cultura identitaria.

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A mi juicio, es precisamente en ese territorio de los significados el lugar en el que se debe situar a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, diseñada por Santiago Calatrava; y, como tal, participada de frecuentes similitudes con los referidos edificios precedentes. Así, en primer lugar, Calatrava decide superar cualquier racionalismo orgánico, para erigir un conjunto dedicado a una funcionalidad monumentalista. En un análisis aligerado se podría calificar como arquitectura-espectáculo, pero no lo es, porque su sobredimensión y su sobreactuado diseño, eran los necesarios para alcanzar la idea primigenia: dotar a la ciudad de un nuevo valor significante. Hacía muchos años que València no poseía una arquitectura propia que justificara a cualquier foráneo interés por ella misma, y su semblante quedaba circunscrito a tres periodos: el gótico, el barroco y neoclasicismo –mucho menos conocidos-, y los influjos modernistas, especialmente destacados en las obras de Ribes, Ferrer, Mora, Guardia y Soler. Es decir: el mayor atractivo moderno de su paisaje urbano radicaba en el Jardín del Turia, que no se pudo inaugurar hasta 1986.

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Para alcanzar su objetivo, Santiago Calatrava realizó unos proyectos meticulosamente diseñados que, sin pertenecer a las corrientes historicistas posmodernas (Jencks, Johnson, Graves), fueron resueltos con una creatividad experimental en la que incorporaba elementos predeterminados de la cultura inmediata. Me explicaré: el primero de ellos, es el agua: Calatrava sabía –como Joaquín Michavila en sus pinturas del Llac- que la grandiosidad paisajística de la Albufera depende en buena medida de su cualidad de «espejo» y, extendiendo este valor a la ciudad, consiguió que sus edificios emergiesen como gigantescas alquerías en el seno de extensos espacios reflectantes. El segundo aspecto propio, es su especial utilización de la cerámica vidriada, conformando imponentes superficies curvas en el Palau de les Arts, remedando el comentado uso de Demetrio Ribes en el interior de su Estación, pero con una singularidad especial: tanto en la totalidad del muro interior de la sala principal como en amplios paramentos exteriores, utiliza la cerámica vidriada, azul cobalto; una tonalidad semejante a la empleada por Manuel Valdés en su escultura: «Dama ibérica», ubicada en la avenida de las Corts Valencianes; al color original de «El Parotet» de Miquel Navarro, alojado en la proximidad o al alternado por Carmen Calvo en el inmenso zócalo mural de los patios de la Beneficencia y en el techo del Palau dels Borja de las Corts. No es en modo alguno, casual, que cuatro de los artistas valencianos más internacionales, incluyan este color en sus obras monumentales insertas en la ciudad: la cerámica vidriada de color azul cobalto proporcionó a Valencia una identidad –en cierto modo, por ellos recuperada- a partir de su presencia en la cúpula de la iglesia del Corpus Christi proyectada en 1586. Fue tras aquel éxito inicial y debido a su producción en las fábricas de Manises, cuando, tanto los templos barrocos como los neoclásicos, la fueron incorporando en las tejas -solas o alternadas con líneas blancas-, conformando un paisaje urbano propio de una verdadera «ciudad azul»: Escuelas Pías, Basílica de la Virgen, Catedral, San Salvador, Convento de San Pío V y una larga sucesión; el cual se fue ocultando en la medida que los edificios se fueron elevando, escondiendo parcialmente sus elegantes formas curvas y elevadas.

Si bien lo arriesgado del diseño puede parecer el fundamental de sus aprecios, la Ciutat de les Arts, en su camino por dotar a la ciudad de un valor conceptual significante, además de utilizar esos materiales «propios», con el paso de los años, fue permitiendo acoger un progresivo desarrollo funcional que, en vez de decaer, evoluciona como un avanzado referente cultural de todo el espacio urbano: no solo por el Palau de les Arts, que desde sus inicios cobijó a una gran orquesta y a un excelente coro, promoviendo espectáculos inimaginables, sino porque sus espacios abiertos ya han sido frecuentados por muestras escultóricas muy potentes: Manolo Valdés, Tony Cragg, Jaume Plensa, Leiko Ikemura o Igor Mitoraj, así como por conciertos y manifestaciones diversas, compartidas por gente de todas las edades; proceso que, de inmediato, se verá fuertemente incrementado por la presencia de CaixaForum en el Ágora y la cercanía facilitada por los nuevos medios de transporte.

Según los estudios de Impacto, en 2019 la Ciutat de les Arts generó 128,4 millones de euros de renta a la Comunidad Valenciana, además del mantenimiento a 3. 985 empleos a jornada completa.

Con independencia de que, en su día, la pagamos todos, a mi juicio, la «Ciudad» de Santiago Calatrava, desde hace tiempo contribuye a la creación de un imaginario colectivo moderno y proyectivo, y, por lo tanto, al bienestar, convirtiéndose en el semblante de la promoción urbana. Con todo, mientras disfrutamos de su obra, no existe un reconocimiento explícito hacia su labor, ni por una parte de los profesionales, ni por las instituciones que la promueven como elemento simbólico de una sociedad pujante; tal que si un manto de silencio intentara velar su imagen, como si, por cualquier motivo, fuera impropio, extraño; hasta el punto de que, en vez de subrayar sus éxitos, se llegase a disfrutar en el énfasis de sus posibles errores.

Por fortuna, existen excepciones: Santiago Calatrava es Académico Correspondiente de San Carlos, su imagen será respuesta, su «Ciudad» -pasado el tiempo-, será considerada BIC, y la actitud de aquellos que en su momento lo dejaron, será duramente cuestionada.

Entretanto, cuando algún día, al anochecer, salgo de les Arts y, bordeando los estanques, escucho cómo los jóvenes irrumpen con sus músicas potentes disfrutando de algún concierto en las propias instalaciones, me detengo a mirar la belleza de las formas que su inefable arquitectura proyecta sobre el agua, y evoco la voz de Álvaro Siza, el maestro portugués, Premio Pritzker en 1992: «La belleza no es un aspecto abstracto o estético, sino que es un desarrollo a nivel global, considerando todos los elementos conectados para dar ese ambiente donde uno se siente bien».

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