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El oficio de leer

Una apasionada antología de cuentos sobre libros, escritores, letras y fantasmas.

El oficio de leer

La isla era toda brillante arena,

y sombras y abanicos ondulantes de las palmas…

Robert Louis Stevenson

La lectura es un viaje apasionante. No sabes cuál es el destino final. Escribir también lo es, y tampoco se sabe muy bien dónde vas a llegar. Lo decía Faulkner: poco a poco, mientras escribimos, vamos sabiendo hacia dónde vamos. Pero nunca tendremos claro en qué estado llegaremos a la línea de meta. Eso en el caso de que finalmente exista esa línea de meta.

Se habla mucho del oficio de escribir. Y de lo que ese oficio tiene o no que ver con la vida. Hay opiniones para todos los gustos. A mí me gusta pensar que sí, que los dos oficios van juntos. Pero eso nos llevaría a otro texto que no es el que quiero escribir sobre un libro que me clavó en su lectura de la manera que sólo los buenos libros lo consiguen: metiéndote en sus páginas y concediéndote un título que casi nadie valora como se debe valorar: el oficio de leer. Por eso sigo entrando y saliendo de El deseo de ser leído desde el día en que lo abrí por primera vez. Y además añado otro motivo para esta entrega sin condiciones: es este el libro de un lector más que el de un escritor. Sí, ya sé que es muy difícil ser un buen escritor si no se es a la vez un buen lector. Y también sé que hay gente que vende millones de ejemplares sin haber leído un libro en su vida. El mercado y las estrellitas de Amazon mandan. ¡Qué horror! Pero no es éste el caso que me trae hoy a las páginas de Posdata.

El viajero es un marino que naufraga. Es el único superviviente. Llega a una isla y ve cómo la tierra se mueve, como se movían las tablas de un barco empujadas por las ratas en un relato inmenso de Jean Ray incluido en sus Cuentos del Whisky. Aquí no son ratas lo que remueve la arena. Al principio, al náufrago le parecieron cangrejos. Pero «no eran cangrejos sino libros». Al principio no hay confianza entre el hombre y los libros, que se asoman desde la arboleda y se retiran a lo frondoso del bosque. Poco a poco, y con ardides propios de quien está acostumbrado a supervivencias difíciles, esa confianza se convierte en el territorio común donde aprenderán a conocerse mutuamente como colegas inseparables. Esa desconfianza de los libros venía propiciada por una sospecha más que evidente: «¿de qué sirven los libros cuando no hay lectores?»

A partir de ahí, de ese conocimiento, surgirán las páginas deslumbrantes de un libro que son muchos libros a la vez. Ya en esa llegada a la isla, en los primeros encuentros amigables entre los libros y quien los lee, tendremos la primera invitación a conocer de qué libros estamos hablando. Allí estarán esperando Robinson Crusoe, Viajes de Gulliver, La isla del tesoro, El hombre invisible… Esos relatos que a veces despectivamente la lectura exquisita llamaría de «aventuras». Es este libro hermoso una declaración de amor a la buena lectura. Y una cosa más: esa declaración de amor podría ser como un poema chusco, rematadamente cursi, en la entrega del anillo de compromiso entre las partes implicadas. Para nada es eso, sino todo lo contrario. Pienso en una de las lecciones literarias de Cortázar en sus clases de Berkeley cuando se refiere a Edgar Allan Poe y su cuento El tonel de amontillado. Encontramos ahí «una tensión y una intensidad simultáneas porque se siente el lenguaje de Poe tendido como un arco: cada palabra, cada frase ha sido minuciosamente cuidada para que nada sobre, para que solamente quede lo esencial».

Precisamente, en El deseo de ser leído será Poe el protagonista de uno de los capítulos que destacaría entre los muchos que llenan sus páginas. Pocas veces, y en tan corto espacio, habrán leído ustedes un texto en que el autor de Boston nos alcance en toda su envergadura de genio abocado al abismo. Y también, pocas veces, se habrán acercado a una escritura tan entregada a Edgar Poe como la de Vicente Muñoz Puelles en ese capítulo perfecto titulado Ciudadano Poe. Y así, poco a poco, iremos sumando nombres que siempre nos van a acompañar en nuestras lecturas, aunque seguramente tengan pocas estrellitas o deditos hacia arriba en la impostura crítica de las redes: Stevenson, Balzac, Gogol, London y tantos otros nombres que como los libros de la isla y el náufrago que dan comienzo a este libro siempre fascinante se convertirán en colegas nuestros durante toda nuestra vida. Se me olvidaba: ¡qué versión del Dante y su Comedia la que nos ofrece este libro felizmente sorprendente! Ahí plantado en la calle el enamorado esperando el cruce con su Beatrice ensoñada, después de tantos años esperando ese momento. Y es en ese instante, cuando imaginaba el poeta cómo sería el paraíso, cuando «Beatrice hace un mohín de burla, le amonesta repetidamente con un índice marfileño y pasa de largo». Seguro que el poeta, despechado, abandonó la calle y la espera frustrada y dedicó su vida a peregrinar con el corazón roto por todos los círculos del Infierno.

Leer es una aventura apasionante. Y este libro de Vicente Muñoz Puelles nos asegura sin duda vivirla, cómo no, apasionadamente. El marino que arriba a la Isla de los Libros descubre que es posible vivirla en cómplice y amable compañía. Le costará un poco porque la llegada de lo desconocido siempre será recibida con cautela por quienes habitan la tierra calma de una existencia apacible. Pero al final, sucederá esa especie de milagro que siempre va a ser la buena literatura. Se pregunta el náufrago cómo llegaron los libros a la isla. Y la respuesta: «A veces, en mis noches más largas, sueño que llegaron en forma de hombre, como yo, y que lenta, imperceptiblemente, me estoy transformando en libro. Quizá, sin saberlo, soy uno de ellos». Contar mejor el oficio de leer es imposible.

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