Los vientos, de Mario Vargas Llosa

El cuento del Nobel hispanoamericano sobre el desamor

El premio Nobel Mario Margas Llosa, junto con su expareja Isabel Preysler

El premio Nobel Mario Margas Llosa, junto con su expareja Isabel Preysler / EPE

Mario Vargas Llosa

Fui a la manifestación por la clausura de los cines Ideal, en la plaza de Jacinto Benavente y, apenas acababa de comenzar, me sobrevino uno de esos vientos intempestivos que ahora me asaltan con frecuencia. Pero nadie se dio cuenta a mi alrededor. Lamenté haber ido porque éramos apenas cuatro gatos y casi todos unas ruinas humanas como yo. A ningún joven madrileño le importa que desaparezcan los últimos cines de Madrid; jamás ponían los pies en ellos, se habían acostumbrados desde niños a ver las películas que ordenaban -si se puede llamar películas esas imágenes que divierten a las nuevas generaciones- en las pantallas de sus ordenadores, sus tabletas electrónicas y móviles.

Osorio, posando de optimista, dice que ahora que han desaparecido los cines tendré que habituarme a ver películas en las pantallas pequeñas. Pero no lo haré; también en esto seguiré fiel a mis viejas aficiones. He vivido demasiado para importarme que me digan fósil, ludita, o, como me llama Osorio haciendo ascos, «irredento conservador»». Lo soy y lo seguiré siendo mientras el cuerpo aguante (no creo, dicho sea de paso, que por mucho tiempo más). Vaya, otro viento; pero tampoco nadie lo ha notado, a juzgar por la indiferencia de las caras que me rodean.

Osorio debe ser el último amigo que me queda. Nos llamamos todos los días, a ver si seguimos vivos. «Buenos días. ¿Qué tal? ¿En pie, todavía?». «Por lo visto, sí, me parece al menos». «¿Nos vemos más tarde, para el cafecito?». «Oqui doqui».

No sé cuándo nos conocimos; no, en todo caso, desde la juventud. Esa legañosa ciénaga que es mi memoria me dice que hace sólo unos veinte o treinta años. Yo sé que fui periodista de joven; Osorio dice que enseñó filosofía en los colegios, pero no estoy nada seguro de que haya sido profesor y menos de filosofía, porque sabe muy poco de esos temas. Por ejemplo, nunca leyó a Pascual, que a mí me gusta mucho. Tal vez se haya olvidado de qué cosa fue en la vida y tiene la memoria tan en ruinas como yo; que trate de engañarme y engañarse inventándose un pasado. Le asiste todo el derecho del mundo, por lo demás. Nuestro acuerdo es llamarnos todas las mañanas para saber si alguno de los dos se despidió de este mundo en el sueño y dar parte a la autoridad a fin de que nos incineren y desaparezcamos del todo.

«Se cerraron los últimos cines, pero han abierto una nueva librería», me levantó el ánimo Osorio cuando terminó la triste manifestación de despedida a los Ideal. «Ya hay cuatro, ahora, en Madrid. No te quejarás. ¡Cuatro librerías¡ ¡Más que en París y en Londres, te lo aseguro. Créeme¡ ¡Todo un lujo¡».

Un cuento más, producto del patológico optimismo de Osorio. Lo que él llama «librería» es uno de esos simulacros que nos rodean, una de esas luciérnagas que en la noche se prenden y se apagan casi al mismo tiempo. La supuesta librería -ayer o antes de ayer fuimos a verla- era la biblioteca de un vejete de Malasaña que ha puesto en venta sus existencias antes de partir al otro mundo, una colección variopinta de libracos mal conservados que el puñado de personas que estaba allí cuando Osorio y yo entramos a echar un vistazo hojeaba y manoseaba antes de devolverlos a los polvorientos estantes.

Sólo compré un librito de Azorín que no conocía, una recopilación de artículos sobre literatura argentina, el Martín Fierro principalmente, que me costó pocos centavos. Y, por supuesto, en la librería del vejete tuve un viento que no pude disimular. Nadie le dio importancia, salvo Osorio, por supuesto, que sonrió con una de sus sonrisas luciferinas y movió por un instante, disgustado, las aletas de su nariz.

No encontré ninguna de esas novelitas viejas que me gustan ahora. Desde que se generalizó la costumbre de leer novelas encargadas al ordenador renuncié a leer las que se producen -sería ridículo decir «escriben»- en nuestros días. Cuando se inventó el sistema, parecía una diversión más, de las tantas que aparecen cada día, y que duraría lo que las modas pasajeras. Quién iba a tomar en serio una novela fabricada por un ordenador de acuerdo a las instrucciones del cliente: «Quiero una historia que ocurra en el siglo XIX, con duelos, amores trágicos, bastante sexo, un enano, una perrita King Charles Cavalier y un cura pederasta».

Como quien encarga una hamburguesa o un perrito caliente, con mostaza y mucha salsa de tomate. Pero la moda prendió, se quedó y ahora la gente -la poca que lee- sólo lee las novelas que encarga a sus esqueletos de metal o de plástico. Ya no se puede decir que haya novelistas; mejor dicho, todos nos hemos vuelto novelistas. Aunque también esto es falso.

El único novelista que queda vivo y pataleando en este planeta es el ordenador. Por eso, los lectores aferrados a la tradición, a la novela de verdad, la de Cervantes, Tolstoi, Virginia Woolf o Faulkner, no tenemos más remedio que leer a los novelistas muertos y olvidarnos de los vivos.

Esa falsa librería de Malasaña durará lo que tarden en venderse las vejeces que se agolpan en sus estantes, si es que antes no prospera la campaña para que el Estado expropie todos los papeles impresos de cualquier orden y los incinere, a fin de evitar las supuestas bacterias nocivas para la salud con que los militantes de esa odiosa campaña «¡Paper free society¡» nos martillan la vista y los oídos desde hace buen tiempo.

Por supuesto que yo no les creo, por más que haya tantos científicos, algún premio Nobel entre ellos, que dicen haber comprobado tras muchas pruebas de laboratorio que la combinación de papel y tinta impresa es tan maligna como la del tabaco y el papel cuando los cigarrillos existían y mataban a generaciones de fumadores de cáncer a la garganta y el pulmón. Yo creo que se trata de otra moda, una manera de divertirse para tanto ocioso que anda suelto.

Me temo que al final ellos terminen por ganar la partida y que, al igual que Singapur, la primera ciudad paper free del mundo, también España y Europa entera terminen carbonizando sus libros, bibliotecas y hemerotecas privadas y públicas.

«Qué te importa que las quemen», me dice Osorio, siempre defendiendo lo que él cree la vanguardia política de nuestro tiempo, «si todos esos libros, revistas y periódicos están ya digitalizados y los puedes consultar cómoda y asépticamente en las pantallas de tu propia casa». Por lo pronto, no tengo «una casa» sino un cuartito diminuto con su baño, y, en segundo lugar, mi ordenador es casi tan pequeñito como un libro antiguo. Su argumento no vale para mí. Además, no creo que él crea lo que me dice. Lo hace por hacerme rabiar. Claro que, si no fuera así, nos aburriríamos mucho.

Osorio afirma que él no tiene nostalgia alguna de esos remotos años en que mucha gente, como yo, iba a leer a bibliotecas. En cambio, yo sí. Me gustaba la atmósfera tranquila y algo conventual de la Biblioteca Nacional del paseo de Recoletos, el silencio religioso de sus salones de lectura, la secreta complicidad entre los que estábamos allí, en nuestras carpetas, leyendo al resplandor de las lamparitas de luz azulada.

Cuando la Biblioteca Nacional de Madrid cerró sus puertas también hubo una manifestación, pero, a diferencia de la de hoy, allí sí acudió bastante gente. La tristeza por la desaparición de esa institución parecía compartida por todos los presentes, en los ojos de algunos de los cuales juro que vi lágrimas.

En Madrid aquella despedida fue pacífica. No así en París, donde el día que cerraron la Biblioteca Nacional la protesta fue violenta, con incendio y hasta muertos y heridos, creo.

Es verdad que todo lo que había en ese gran caserón de Recoletos está ahora digitalizado, al alcance de cualquier pantalla. Pero, para gentes como yo, de otra época, la vida sin librerías, sin bibliotecas y sin cinemas, es una vida sin alma. Si eso es el progreso, que se lo guarden donde el sol no les alumbre. «Eres un pterodáctilo, un dinosaurio, un antediluviano», me dice Osorio. No es imposible que tenga razón.

Que yo sepa, Osorio nunca tuvo familia. Tendría padres, sí, pero no se acuerda de ellos, ni de si tuvo hermanos, y asegura definitivamente que nunca estuvo casado. Yo, en cambio, me acuerdo apenas de mis padres, con los que, creo, nunca me llevé bien, y no sé si tuve hermanos o no; en todo caso se han borrado de mi mente. Pero, en cambio, de Carmencita, mi mujer por muchos años, me acuerdo muy bien. Sólo que no hablo con Osorio nunca de ella.

Todas las noches, parece mentira, desde que cometí la locura de abandonarla pienso en ella y me asaltan los remordimientos. Creo que sólo una cosa hice mal en la vida: abandonar a Carmencita por una mujer que no valía la pena. Ella nunca me perdonó, por supuesto, jamás pude amistarme con ella, y, para colmo, Carmencita se casó con Roberto Sanabria, mi mejor amigo hasta entonces.

Es el único episodio de mi remoto pasado que mi memoria no ha olvidado y que me atormenta todavía. Todas las noches, antes de dormir, pienso en Carmencita y le pido perdón. Ella no lo sabe, por supuesto, a no ser que haya otra vida después de ésta y los muertos se entretengan espiándonos a los vivos. Nunca más volví a verla y, sólo muchos años después de ocurrido, me enteré del accidente en el que había perdido la vida. Ya me olvidé del nombre de aquella mujer por la que abandoné a Carmencita; volverá a mi memoria, sin duda, aunque, si no volviera, tampoco me importaría. Nunca la quise. Fue un enamoramiento violento y pasajero, una de esas locuras que revientan una vida. Por hacer lo que hice, mi vida se reventó y ya nunca más fui feliz.

No es cierto que sea un pterodáctilo. No lo soy en muchos sentidos, en todo caso. Reconozco que, en muchos aspectos, el mundo de hoy es mejor que el de mi juventud. Hay menos pobreza que antes, por ejemplo, y eso es una gran cosa. Las estadísticas dicen que las clases medias son el ochenta por ciento de la humanidad.

Un gran logro, sin duda, ojalá sea cierto. Pero que todavía quede una quinta o sexta parte de pobres y de miserables, quiere decir que aún estamos lejos de haber erradicado la pobreza de este planeta. Derrotar al cáncer y al sida parecía imposible y los científicos lo han conseguido. Yo sobreviví a un cáncer a la sangre, sin ir más lejos. Tampoco imaginamos nunca que fuera tan común que las gentes llegaran a vivir cien años, y, sin embargo, ahí estamos buen número de bípedos para demostrar que no era inalcanzable.

Y, sobre todo, que hombres y mujeres pudiéramos durar tanto conservando la lucidez y disfrutando de la vida, incluido el sexo. No hablo por mí, claro, pero mucha gente que debe de tener mi edad, más o menos, disfruta todavía haciendo el amor, aunque yo no forme parte de ella. En cuanto a la libertad, creo, hoy día -mañana puedo haber cambiado de opinión- que ha desaparecido enteramente de nuestras vidas. Este es un motivo de permanentes discusiones con Osorio.

El cree -lo dice al menos- que somos más libres que nunca y se escandaliza cuando yo sostengo que éste es un mundo de esclavos contentos y sometidos. Eso sí, a veces, sobre todo cuando está de mal humor, me da la razón.

Estaba pensando en todo aquello -Osorio, los cines desaparecidos, los jóvenes con sus ordenadores portátiles-, cuando sentí algo extraño en la cabeza, algo que pasó luego a recorrerme todo el cuerpo, como un escalofrío. Era una sensación extraña. Me palpé de manera disimulada y tuve la impresión de que nada me había ocurrido ni en la cabeza ni en el cuerpo. ¿Qué había sido aquello entonces? Y, por primera vez y con creciente angustia, comprendí exactamente lo que me había pasado: no sabía cómo volver a mi casa.

Había olvidado la dirección. Muchas veces había pensado apuntarla en un papelito que llevaría en todas mis salidas, pero nunca lo hice. Ahora me ocurría algo peor: también había olvidado qué calles tomar para volver a mi casa, es decir, a mi cuartito con su baño. Miré con angustia a mi alrededor: la gente que había acudido a la manifestación de protesta por el cierre de los Ideal ya se había retirado. Osorio había partido entre los primeros, alegando que tenía que llevar uno solo en aquel rinconcito de la plaza de Benavente, aunque rodeado de gente, automóviles, buses y camiones.

No tenía noción alguna de qué dirección tomar. Llevaba mucho rato soltando vientos, como siempre que me pongo nervioso. Disimulando, como si la turbación que sentía pudiera ser advertida por la rala gente que pasaba, me acerqué a la esquina y observé atentamente el letrero que colgaba en lo alto de la pared: «Plaza de Jacinto Benavente». No me decía nada, por supuesto, aunque sabía que si rebuscaba en mi memoria, aquel nombre se me iría revelando poco a poco, encendiéndose como un foco de luz. Siempre disimulando, di una vuelta a la plaza, escrutando los nombres de las calles. Sólo sentí un pequeño estremecimiento cuando leí «Plaza del Ángel», que, estaba seguro, conocía y me decía algo, aunque no sabía qué. Finalmente, cuando hice el círculo completo, me senté en una banca, tratando de serenarme. Porque estaba muy asustado. Nunca me había sucedido algo así. Y en maldita hora el amigo Osorio me había dejado allí, solo y olvidado -¿cómo se llamaba mi amigo? Osorio, sí-, hasta de mi propio nombre me olvido a veces; tratando de recordarlo y soltando vientos, vaya huevón.

¿Cómo olería mi rededor? Porque el olfato es algo que yo he perdido hacía tiempo. Mejor echarme a caminar, tal vez moviéndome volverían los recuerdos. Sí, sí, volverían a medida que fuera cambiando de lugar y recuperando la serenidad.

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