Eduardo Halfon: "Desde que nació mi hijo tengo la mortalidad mucho más clara"

En los relatos de "Un hijo cualquiera", el autor guatelmateco usa la paternidad como telón de fondo para hablar de escritura, identidad y muerte

El escritor Eduardo Halfonacaba de publicar "Un hijocualquera".

El escritor Eduardo Halfonacaba de publicar "Un hijocualquera".

Voro Contreras

Voro Contreras

Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) visitaba el pasado jueves el Centre Cultural la Nau de València para hablar con el también escritor Paco Cerdà de «no fricción» y «no ficción». Un término este último que a Halfon le «provoca un poco de escozor» pero sobre el que se ha acostumbrado a hablar en público por el carácter eminentemente autobiográfico de su obra. Su último trabajo, la colección de relatos que conforman Un hijo cualquiera (Libros del Asteroide, 2022), es un buen ejemplo de ello.

Los críticos dicen que usted está escribiendo una gran autobiogafía a base de pequeños libros y relatos. ¿Está de acuerdo?

Por supuesto. Es un proyecto único pero que no ha sido planificado. No tiene una intencionalidad consciente, no sé hacia donde va ni qué viene después. Estoy metido en algo de lo cual solo tengo atisbos, pequeñas luces. Lo que sí nos damos cuenta a posteriori, mirando los libros hacia atrás, es que forman una especie de todo, que se hablan unos a otros, que empieza uno donde acaba el otro, que se dan la razón y se contradicen… He creado una especie de universo paralelo que he ido creando y del que no me canso de distanciarme.

¿Y ser padre le ha dado un giro argumental a esta autobiografía?

Ha habido un giro de algún tipo, no sé si argumental. Cuando acabé El duelo en 2017 yo no pensaba que iba a ser padre porque ya tenía 45 años. Al final de esa historia hay una conversación del autor con una curandera que le confronta con la paternidad. Curiosamente, el mismo mes que yo escribo esa escena mi pareja queda embarazada sorpresivamente. Ahora, en Un hijo cualquiera, el hijo toma cierta presencia pero no es un libro sobre él ni sobre la paternidad. La paternidad es un telón de fondo porque es inevitable que llegue una nueva vida a casa y no se meta en lo que estás contando.

En estos relatos con la paternidad de fondo aprovecha para hablar de temas habituales suyos como la muerte.

Sí, o el judaísmo, con el que abro el libro.

Sí, ese relato sobre la responsabilidad de meterle a un niño de cuatro días miles de años de Historia y religión con un simple corte de prepucio.

Sí, en una sola decisión. Estás imponiendo a un recién nacido tu religión, tu cosmovisión, un tema que viene conmigo desde siempre como es mi relación con el judaísmo. También hablo de mi relación tan conflictiva con mi país, Guatemala, porque quiero que mi hijo se acerque a esa parte de mi identidad y de mi historia. Y claro, también está el tema de la muerte.

¿Qué es la muerte para el Halfon padre?

Es un tema que siempre he tenido cerca y ahora, de pronto, ha cambiado. La mortalidad nunca la he sentido tan presente cómo ahora, porque tengo en casa un pequeñito reloj de arena, la evidencia física de cómo el tiempo corre. Todos sabemos que el tiempo corre cada vez más rápido conforme envejeces, pero al tener un hijo tengo esa mortalidad mucho más clara. El miedo a su muerte y el miedo a que mi muerte le deje a él sin padre.

Usted también suele escribir sobre el desarraigo y la identidad. ¿Ha encontrado con la paternidad nuevos significados a estos términos?

He encontrado nuevas maneras de verlos. La identidad es un concepto difícil de atrapar, pero sí siento que no es algo fijo. Y nuestra identidad también va cambiando. El hecho, por ejemplo, de que yo viva dos años en Berlín algo altera en mi identidad. Y, por supuesto, la paternidad también la altera.

La sensación de desarraigo que transmite el libro es constante. Los relatos transcurren en París, Estados Unidos, Guatemala, La Rioja...

Yo no tengo mi Dublín como lo tenía Joyce. Nunca he sentido tener una ciudad o un país: voy por el mundo y cualquier ciudad es mi escenario. Ahora bien, es un desarraigo que traigo de antes incluso de nacer porque mis padres y mis abuelos ya lo tenían. He sido educado para ser un desarraigado pero ahora le estoy dando a mi hijo esa forma de vivir.

¿Y le gusta eso?

No, me pesa, porque él no lo pidió. Mi hijo tiene 6 años y ha vivido cada año de su vida en un país diferente. El lado positivo de tanta mudanza es que habla cuatro idiomas, es un políglota sin saberlo. Pero ya noto en él este carácter de no pertenencia. Sabe que se va despedir algún día de este apartamento, de sus amigos, de su colegio…

En el nombre de la identidad y el arraigo a un lugar se suelen cometer y decir muchas barbaridades, así que el desarraigo tampoco parece una mala solución.

No me lo planteó así porque he vivido siempre de esta manera. Mi vida ha sido como huir persiguiendo las oportunidades, el dinero, la posibilidad de seguir escribiendo, que no es fácil… No he decidido vivir fuera de todo y más que nunca añoro quedarme quieto, parar esto, quedarme en algún lugar y echar raíces.

Y, si pudiera, ¿en qué lugar echarías esa raíces?

No lo sé.

Usted era ingeniero y un día decidió ser escritor.

Pero no recuerdo jamas planteármelo de esta forma. Fue una cosa tan orgánica y natural, tan predestinada que no recuerdo sentarme a pensar y sopesar lo bueno y lo malo de ser escritor.

¿Se ha arrepentido alguna vez de la decisión?

No, porque lo que era antes de ser escritor no es lo que quería ser, era una vida impostada. Ahora, puede que suceda que esté empezando a sentir que estoy llegando al final de lo que tenía que decir. Y de la misma manera orgánica que entré, saldré. Puede suceder en cualquier momento y siento cercano ese momento. Y cuando suceda, igual me dedico vuelvo a la ingeniería o me dedico a la cerámica o...

O igual deja de ser un escritor que escribe sobre Eduardo Halfon pero que escribe de otras cosas.

Me encantaría, sería todo mucho más fácil. Podría ser escritor de ciencia ficción o novela negra. Estaría bien porque, primero, vendería más y, segundo, no tendría que estar explicando por qué escribo.

Habla en uno de los relatos de las tres fases del tipo de lector por las que usted ha pasado: el yonqui, el selectivo y el hijo de puta. ¿Cuál sería la cuarta? ¿El no lector?

No. Yo no fui lector yonqui hasta los 28 años, cuando de pronto descubro la literatura. Luego fui el artesano, el lector que quiere escribir y que trata de descifrar cómo escriben los demás. Y luego viene esta tercera etapa maldita del lector hijo de puta, intransigente, impaciente y que no tolera una narrativa floja. La cuarta, una fase que se me empieza a asomar desde hace algún tiempo, sería la del relector, el que vuelve a sus clásicos preferidos para buscar cosas nuevas.

Porque el libro seguramente es el mismo pero el que lo lee, no.

Así es. El momento que estás viviendo afecta sin duda a lo que estás leyendo. No vuelves al mismo libro porque tú eres otro.

En uno de los relatos, «Beni», habla de un militar muy cruel que mantenía tratos con su familia. ¿Cuando uno tiene un hijo es cuando se empieza a cuestionar a sus propios padres?

Y a tus abuelos. Es casi surreal haber crecido en ese ambiente en el que este tipo de señor que fue un asesino pasa a ser una persona normal que ayuda con los trámites de la familia. Lo que quería en este relato era volver a la Guatemala de esa época nefasta, la de los 70 y 80, y ver el tipo de familia y el tipo de guatemalteco.

Aquí choca la memoria histórica de un país contra la memoria familiar de uno mismo.

Es algo que he sentido desde niño. A partir de que nos fuimos de Guatemala he sentido ese choque.

En su relato sobre el autor noruego y pronazi Knut Hansum se cuestiona sobre la paternidad de la maldad.

Es el tema de la cancelación, qué haces con el arte cuyos autores eran abominables. Hansum hizo una obra maravillosa pero él era un tipo detestable que admiraba a Hitler y a Goebbels. La lista de autores detestables, como él o Celine o Neruda, es larga. ¿Qué hacer con estas grandes obras escritas por una mano inmunda? El relato no te ofrece una respuesta.

Y en otro relato cuenta cómo inventaba para su hijo el origen de la escala de notas musicales. Ese placer de mejorar la realidad a base de mentiras es casi exclusivo de padres y de escritores, como usted.

Sí, y es algo que también cuento en el relato sobre la pandemia, en el que me tengo que inventar juegos para mi hijo durante el confinamiento en París. Es un papel que nos tocó vivir, alejarnos de aquella incertidumbre tan grande inventándonos juegos, volviéndome en mi caso más padre que escritor. Fue como escribirle a él una nueva realidad a través del juego.

¿Cómo se sintió ante esa disyuntiva entre ser padre o ser escritor?

Fue durísimo. Lo cuento en una crónica que se llama Halfon boy, que era una carta que le escribí a mi hijo durante el embarazo. Yo no quería ser padre y para mí aceptar la paternidad fue muy difícil. Yo sabía que la vida me iba a cambiar irremediablemente y que para un escritor que trabaja en casa, que necesita silencio, eso iba a cambiar, como así fue. El primer año de Leo, mi hijo, fue muy difícil porque no lograba volver a mi trabajo y casi incluso dejé de leer.

Pero al final la experiencia le ha brindado la posibilidad de un nuevo libro. ¿El balance es positivo?

Totalmente. Tienes que pasar ese primer año difícil pero luego vas encontrando visiones nuevas que solo te puede dar la paternidad. Tuve poco a poco que enamorarme no solo de mi hijo sino de este nuevo oficio de padre, posiblemente el más importante de mi vida.

Suscríbete para seguir leyendo