Fuller y Herzog: dos titanes del cine en libertad

Dos exploraciones escritas con lucidez y profundidad sobre la carrera compleja y audaz de unos directores fuera de lo común.

Fuller y Herzog

Fuller y Herzog / PABLO GARCIA

Tino Pertierra

La frustrante falta de libros monográficos solventes en las estanterías españolas sobre grandes cineastas disolventes nos da un respiro con la publicación por parte de la editorial El Mono Libre de dos estudios rigurosos y perspicaces sobre dos directores rompemoldes como Werner Herzog y Samuel Fuller. Creadores de universos muy distintos pero no tan distantes si se valora su condición de rebeldes sin pausa a la hora de abordar con una personalidad a prueba de bombas distintos géneros a los que aplicar su tratamiento de choque emocional y visual. El norteamericano Fuller, especializado en hurgar en las entrañas humanas con especial querencia por los escenarios extremos (la guerra, el western, el policíaco, la locura siempre acechando), con títulos memorables como Uno Rojo, división de choqu», Una luz en el hampa o Corredor sin retorno. El alemán Herzog, todoterreno con 70 películas en su haber, unas veces de ficción y otras desde el plano documental. De Aguirre, la cólera de Dios a Fitzcarraldo pasando por El enigma de Gaspar Hauser o Nosferatu.

FULLER Y HERZOG

FULLER Y HERZOG / Tino Pertierra

Hervé Aubron y Emmanuel Burdeau se encargan de Herzog en Paso a paso. «Cósmico y cómico», una forma de entrar en faena. Sostiene Aubrón que el cineasta «pertenece al círculo bastante restringido de los cineastas-personajes. Ha habido muchos directores famosos y sigue habiéndolos. Pero un personaje no es una personalidad, sino una firma viviente. Es convertirse en el logotipo o la marioneta de uno mismo». Como Fuller, por ejemplo. O Welles, Allen, Godard, Hitchcock o Eastwood. Llegamos a la subcategoría de realizadores-actores y los que no actúan ante la cámara. Herzog «es un caso particular por intermedio: forjó o afirmó a su personaje en intervenciones mediáticas o públicas ante su cámara y desde hace más de quince años en ficciones dirigidas por otros. Pero no por eso se ha convertido en actor, siempre interpreta a Werner Herzog». Incluso cuando hace de malvado en una película de Tom Cruise. Un creador que ha producido él mismo la mayoría de sus películas «y siempre ha vigilado la perennidad de su catálogo, por muy artesanal que fuera entre los años 1980 y 1990». Siempre ha sentido debilidad «por la figura del predicador o del vendedor de feria. El circo y la feria plantan las carpas en algunas de las películas más estratégicas (...) De haber trabajado en un circo, Herzog habría sido el maestro de ceremonias, o mejor aún, el payaso blanco, ese que nos hace reír gracias a su seriedad e inflexibilidad».

FULLER Y HERZOG

FULLER Y HERZOG / Tino Pertierra

¿Cineasta adusto y malhumorado? Qué va. Como recuerda Emanuel Burdeau, «Herzog suele insistir -siempre con ese rostro inamovible suyo- en la dimensión humorística de sus películas». Desde su punto de vista, «la búsqueda de lo cósmico, a nivel de ser humano, tiene enormes posibilidades de perder la S y de inclinarse hacia lo cómico, la payasada trágica».La profunda reflexión que acompaña la indagación en el «imperio Herzog» arroja luz y azuza a las sombras en un libro que permite acceder a la esencia del cineasta para detectar en su obra latidos que a menudo se esconden en pliegues nada convencionales. Especial interés tiene el análisis pormenorizado de las primeras etapas en la obra de Herzog, sobre todo de 1962 a 1974, año marcado a fuego por «El enigma de Gaspar Hauser». «La fuerza, el heroísmo, el ‘herculanismo’ son componentes de su cine. Inmediatos, irrefutables». La fuerza posee para Herzog un carácter irresistible».

Burdeau y Aubron huyen del academicismo y se alternan en la exploración de las películas. El resultado es una irresistible invitación a volver a ver su obra o a recuperar títulos que pasaron de largo. Y un apunte tan solo para recordar las peripecias a veces enloquecidas de algunos rodajes: «Siempre ha sabido adaptarse. Quizá por eso ha muerto y renacido en varias ocasiones». Y, esperemos, las que le quedan...

También Sam Fuller ha muerto y renacido varias veces en su fascinante, audaz, irregular y definitivamente pasional carrera. Vayamos con él.

A Fuller lo admiran, entre otros, gente como Scorsese, Truffaut, Jarmusch, Tarantino o Godard. Es un elocuente ejemplo de las vibraciones intensas que transmite un cineasta sobre el que cuelgan, aún no pocos malentendidos sobre su convulsa obra, germinada en las pantallas movedizas de la violencia, la política, la guerra, las entrañas y patrañas de su país, las emociones peligrosas que unen y alejan a hombres y mujeres. Ni Aldrich ni Brooks ni Ray arrastran tantas opiniones adversas sobre sus posiciones políticas (de su vigor visual nadie se atreve a dudar), lo que tal vez sea inevitable tratándose de un creador de credo independiente, cargado de furia y lirismo, a veces tierno y a veces despiadado, insolente y solemne, burlón y despectivo. O sea, un espíritu errante y libre en su obsesión por la narración torrencial, sin corsés ni terrenos trillados, tan próximo a su admirado Balzac como deudor de sus comienzos como reportero criminalista y su paso nada ligero por la Segunda Guerra Mundial.

Jean Narboni, ex redactor jefe de Cahiers de Cinéma, se acerca a la figura llena de aristas del artista Fuller con ánimo «afectivo», y no tiene reparos en mostrar objeciones bien argumentadas incluso a películas tan formidables como «Uno Rojo, división de choque», amputada por la productora. Sus exploraciones son agudas, afiladas, punzantes. Un tipo demasiado especial para Hollywood ese Fuller «poco dado a las reuniones sociales y mundanas, independiente y a veces duro, nada le gustaba más que sentarse ante su máquina de escribir e inventar historias». A Fuller le perseguía la idea de la emoción. Es lo que pretendía provocar con su cine, aunque a veces le llevara a descuidar el equilibrio interno de la obra. «Periodista que solo creía en los hechos, reportero de prosa seca y concisa, autodidacta sediento de saber y de cultura, lector empedernido apasionado por los relatos históricos, no solo creía en la fuerza de las emociones, no dejó nunca de defender la importancia de la educación esclarecedora, aunque en ocasiones nociva (...) Siempre decía que su objetivo era que el espectador aprendiera algo con sus películas». También dijo: «Me esfuerzo por cautivar con el diálogo», él, un cineasta tan asociado a la acción desbocada, enemigo del montaje clásico y capaz de conseguir, con muy pocos medios, momentos memorables que sacan al genio de su lámpara.