El gusto literario

Cada semana es raro no asistir al espectáculo con que una parte de la crítica condena un libro que la otra parte celebra.

Juan Tallón

Juan Tallón

Esas novelas que son buenísimas y flojas, magníficas y fallidas al mismo tiempo, según quién las juzgue, representan un fenómeno sin final. Siempre hubo libros que convencían y a la vez decepcionaban, y no va a dejar de haberlos porque no depende de los libros. Cada lector tiene poco o mucho educado su gusto, y este es único, con matices que casi nunca comparte del todo otro lector, así que antes o después discuten. Ahí está el debate infinito que alimenta desde hace siglos el célebre verso -¡y solo es un verso!- de las Soledades, de Luis de Góngora: «En campos de zafiro pace estrellas». A Luis Cernuda le parecía una de las metáforas más pasmosas de la lengua castellana, y a Jorge Luis Borges, una «mera grosería».

La disparidad estriba a veces en un matiz, gracias a que un gusto es algo que pende de un hilo. Pero un matiz y un hilo adquieren a menudo dimensiones colosales, de modo que si por algo dos formas de ver el mundo no coinciden, y chocan, es por una sutileza, que a su manera es la entidad más grande existe. Pero la literatura es capaz de expandirse en tan distintas e inesperadas direcciones que la disparidad remite no a la brizna, la insignificancia, sino a lo notable, lo fehaciente, la enormidad. Cuando algo así sucede con un libro, el debate se apropia de cierta comicidad. Una novela que adquiere el peso de lo incuestionable, lo soberbio para unos y merece la reprobación grosera para otros es inevitablemente un asunto divertido y chistoso. Salvo para el autor, o quizá para el autor más que para nadie.

Cada semana, cuando en un par de días o tres se publican los suplementos literarios, es raro que no asistamos al espectáculo con que una parte de la crítica condena justo el libro que la otra parte celebra. Tener presente que siempre fue así y que siempre lo será resta misterio al fenómeno. La magia se agota siempre por la repetición. Pero queda la diversión de la loca discrepancia.

Recuerdo cuando en 1991 se publicó American psycho, de Bret Easton Ellis. Pocas veces una novela fabricó detractores y defensores tan efervescentes. Poco antes de que el libro se pusiese a la venta, The New York Times publicó una nota titulada «Olvídese de este libro». Su autor lo comparaba con el diario que «Dorian Gray habría escrito si hubiera sido un estudiante de segundo año de secundaria. Pero eso es injusto para los estudiantes de segundo año. Tan inútil, tan carente de tema, tan carente de todo está esta novela, excepto en los asombrosos detalles sobre ropa cara, comida y productos para el baño, que, si no fuera la oferta más repugnante de la temporada, sin duda sería la más divertida». El crítico solo hacía una irónica concesión cuando decía no exagerar al afirmar que «Ellis puede ser el autor más erudito de toda la literatura estadounidense. Todo lo que sabía Herman Melville sobre la caza de ballenas, todo lo que sabía Mark Twain sobre los ríos, son meros balbuceos de aficionados comparados con lo que el señor Ellis sabe ya solo sobre el champú».

Al tiempo que esta reseña dejaba tiritando la novela, Norman Mailer escribía una larga pieza en Vanity Fair, de casi 10.000 palabras, donde afirmaba que American psycho era «la primera novela en años en abordar temas de hondura y oscuridad dostoievskianas». Mailer aseguraba no recordar una pieza de ficción de un escritor estadounidense que describiese mejor «a la odiosa clase dominante, que señalase la inhumanidad de los adinerados príncipes de Wall Street».

Hay cosas, definitivamente, que son difíciles de resolver en el presente, quizá porque están tan cerca que no es fácil acertar o equivocarse del todo con ellas. Pero quién tiene tiempo para esperar cien años y asistir al juicio inapelable del tiempo, que es el que mejor afina al calificar un libro de realmente de bueno o malo.

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