My favorite things

‘Tentenublo’ es una vuelta a la noche madrileña de los años 80 y 90. Su autor que, junto a Pedro, fue dueño de la famosa sala Elígeme, se adentra en las sombras de esas noches.

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Esto es una pruebaadaslkadladksad asdasdasd. lkasdalkdj / Alfons Cervera

Alfons Cervera

Alfons Cervera

El título de una novela que inquieta desde la primera línea. Tentenublo. De dónde viene. No tenía ni idea. Voy a internet. Wikipedia. Tocan las campanas para que pase de largo la tormenta de granizo. Así pues, Tentenublo: toque de campanas. La explosión en el cielo para que la piedra se asuste antes de caer al suelo y destrozar las cosechas. Todavía se hace eso, pero con cohetes o tiros de escopeta en vez de con campanas. El estallido de luces para romper las nubes y lo que lleven dentro. Un aviso para navegantes por los abismos de una noche infinita. Ayúdame a atravesar la noche y que no me quede atrapado en su inacabable oscuridad. Más o menos lo que cantaba Joan Baez unos años antes de que Rubén y Marcos se perdieran como zombies por las madrugadas de Malasaña, el madrileño barrio de moda en los años ochenta del pasado siglo. Aquello de «colocarse», que decía Tierno Galván y fue una manera de borrar la cultura contra el poder y convertirla en algo gracioso. Hubo demasiada muerte y eso tenía poco de gracioso. Pero había otra Movida que tenía su centro en los locales, las plazas y las calles de Malasaña. La que le resultaba poco graciosa al concejal Matanzo, sheriff del PP para imponer su ley en aquellos años a ratos trágicamente luminosos. En la primera línea de esta novela ilimitadamente oscura de Víctor Claudín ya se avanza lo que, en una vuelta atrás templada al ritmo que bien podría ser el de John Coltrane en su My favorite things, acabará convirtiéndose en una de las elegías más desoladoras que he leído en mi vida. «-Me he cortado las venas…». La voz de Rubén arrastrando el dolor. Ahí el comienzo de la historia. Lo decía Eliot: la misma cosa el principio y el final. Cuál de los dos es el origen. Tal vez los dos. O ninguno. Seguir leyendo. Eso es.

Personajes que van y vienen. Historias que se cruzan en los charcos nada relucientes de la madrugada. Ese amor que se quiebra más tarde o más temprano porque la fragilidad se hace un hueco antes de enfilar ese amor los trapicheos del futuro. Vivir al límite convierte a Rubén en un personaje que se desprecia a sí mismo y a ratos (sobre todo cuando habla de las mujeres de su vida) en un personaje despreciable. No faltan mafiosos que viven de perseguir aquella fragilidad, ni colegas que formaron parte de sueños compartidos antes de que esos sueños se convirtieran en una pesadilla. La brutal poética del desasosiego en una prosa que se endurece al tiempo que se llena de algo que puede parecerse a la ternura. Lo bello y lo terrible que en palabras de Rilke inician esta historia donde se amontonan las derrotas. Sin nada que se parezca a la compasión ni a la piedad. Sólo con la escritura como artefacto único a la hora de contar las vidas cruzadas que se despiden unas de otras sin ninguna esperanza en reencuentro alguno. A la mierda el futuro. A la mierda el presente. A la mierda todo. Menos la amistad, como suele pasar en las mejores historias de los clásicos de la novela negra. Creo que Tentenublo es por encima de todo una novela sobre la amistad. Eso creo.

«Caminamos con torpeza de un lugar equivocado al otro / como niños que salen a jugar de noche sobre un barco / y el barco se escapa de sus amarras, y ellos observan las estrellas / sobre las que todo desconocen, intentando descifrar / hacia dónde se dirigen»: lo escribe Diane di Prima en un poema de cuando los sueños se fundían con la música por los caminos de la cultura beat a la que tanto amo. Y tantos años después aquí está Tentenublo, como arrancada de esos versos que nunca prescriben, que son como las vidas de Marcos y Rubén y las que ellos dos se van cruzando en medio de las tormentas del sexo, la droga y de alguna manera también del rock&roll por las noches del Elígeme, el Maravillas y otros locales que hicieron del Malasaña de los ochenta un barrio en que la cultura era perseguida por un tipo al que, cuando se presentaba para cerrar el teatro Alfil u otros sitios parecidos, sólo le faltaban las pistolas del matón a sueldo en las películas de Al Capone.

Lo que se cuenta en las novelas no sucede realmente. Pero su grandeza radica en que podría haber sucedido. A veces también pasa que lo que se cuenta en las novelas es verdad y va un paso más allá -o más acá- de esa verosimilitud que ya destacaba Aristóteles en los tiempos de Maricastaña. Aquellos años ochenta y principios de los noventa se han contado de muchas maneras. En Tentenublo Víctor Claudín lo hace desde el convencimiento de que lo que duele hay que escribirlo para que a lo mejor duela más y no para que podamos pensar que la literatura cura y la queramos convertir en un milagro absurdo, como todos los milagros. «Dejadme aletear en un mar de espejismos donde olvidarme de la historia y sus tragedias, de los fantasmas, de las traiciones que han hecho de mi presente un ejemplo de ofuscación y de rabia»: dejar a Rubén que haga lo que quiera con su vida y con sus fotos y con sus mujeres y con sus madrugadas infinitas por los cafés de un tiempo devastado. Y sigamos leyendo después de cerrar este libro en que todo es dolorosamente hermoso. Sigamos viviendo…

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