La ética de la imaginación

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La ética de la imaginación

La ética de la imaginación / Alfons Cervera

Alfons Cervera

Alfons Cervera

Hay ya muchos libros que cuentan el pasado. Quiero decir ese pasado que pasó no hace mucho tiempo y que a lo mejor, como dice Faulkner, ni siquiera ha pasado. Hablo de ese pasado al que tanta gente aún le tiene tanto miedo. Se dijo, después de los campos nazis: imposible escribir el horror. Lo sabían quienes sufrieron ese horror. O no contaron o tardaron en contar. Y muchas veces, después de contar se lanzaron por una ventana o a las aguas de un río porque el relato del dolor se vuelve insoportable al recordarlo. Esto podría ser -y lo es- un argumento para que el olvido campe a sus anchas por los territorios complejos de la desmemoria. Si las cosas no se cuentan, es como si nunca hubieran existido. Tal vez por eso, Edurne Portela viene insistiendo mucho tiempo en una necesidad, la de escribir lo que tanto se calla, o se cuenta de una manera que avergüenza lecturas que no se casan con la tibieza del relato. ¿Dónde te sitúas para escribir lo que escribes? Ésa es la cuestión. ¿Desde dónde miras para que la mirada no sea ya desde el principio una emboscada? Pues en el de esa decencia literaria que siempre ha sido imagen de marca de una escritora que a mí me resulta imprescindible.

El libro se titula Maddi y las fronteras. Lo que cuenta surge de la realidad. Una mujer vasca, nacida en 1895 en Oiartzun, ha vivido una vida de novela, como solemos decir para referirnos a una vida que no cabe en las medidas normales de una vida. Es católica y divorciada. Una de esas mujeres «creyentes pero no beatas, conservadoras pero no sumisas». No está mal para aquella época. Vive a caballo de España y Francia. La frontera. Una frontera que, como todas, ha sido y sigue siendo muchas fronteras. Por allí pasaron contrabandistas, espías, republicanos españoles perseguidos por el fascismo, nazis que ocuparon Francia y la convirtieron en un infierno. Colabora la mujer con la Resistencia. La caída se produce y pasa por los campos de exterminio de Dachau, Ravensbrück y Sachsenhausen, donde morirá en 1944. Todo esto no es de la exclusiva cosecha de Edurne Portela. Antes, dos amigos, Izarraitz Villaluce y Joxemari Mitxelena, le han hablado de unos archivos que guardan una parte importante de la vida de una mujer llamada María Josefa Sansberro, conocida como Maddi en su entorno social y familiar. De esos archivos y la voluntad de contar lo que hay en ellos surge esta novela extraordinaria. No era fácil la decisión de la escritora. Además, si ha decidido contar la historia en primera persona, como si fuera la propia Maddy quien la cuenta, eso será complicarse aún más la vida: «La decisión de apropiarme de la voz de Maddi ha sido para mí inevitable, pero ello no significa que no sea consciente de lo problemático de esa decisión».

Un problema gordo, sí, el de esa apropiación. Creo que sólo se resuelve como Edurne Portela ha decidido resolverlo: sin traicionar a Maddi, a su vida, a sus compañeros y compañeras de lucha, a su hijo que no era su hijo pero como si lo fuera, a ese Louis que nunca se fue de su memoria, a la casi niña Marie Jeanne que sobrevivió al exterminio. Habla Edurne Portela, en un epílogo magistral, de la ética de la imaginación y la política de la memoria, de cómo no traicionar, tampoco, la historia al recrearla desde los complejos atributos de la ficción. Sabe que no será fácil abordar el relato de unas vidas que dejarán de serlo para convertirse en humo aciago, en esa clandestina imposibilidad de sobrevivir que son los campos nazis. «Ese hedor a diarrea y a carroña», que escribía Charlotte Delbo en su libro Ninguno de nosotros volverá. Ella regresó y fue escribiendo su testimonio sin ningún tributo al desaliento. Sin ninguno. Lo mismo que ha hecho Edurne Portela en Maddi y las fronteras. Incansable trabajo de investigación que finalmente abordó, con un talento de escritora grande, desde la ficción.

Hablaba antes de la ética de la imaginación. Posiblemente -al menos para mí- sea lo más importante de este libro. Y no sólo porque esa elección define las intenciones de la escritora, sino también porque se abre a una lectura que aclara perfectamente y sin trampas que una cosa es la historia y otra una novela. El oficio de escribir. El oficio de leer. Los dos juntos. Está segura la escritora de que esa dificultad a la hora de narrar la vida de Maddi es arriesgada. Pero sigue adelante. «Me abruma pensar en ello, saber que, por muchas buenas intenciones que haya tenido, no habré conseguido reflejar la verdad y la complejidad de su existencia. ¿Por qué hacerlo, entonces?», se pregunta en la hora del recuento. Y una línea más abajo, la respuesta, contundente, de unas proporciones inabarcables: «Porque imaginar a Maddi es un acto político, es celebrar su paso por este mundo, es insuflar con vida las palabras del archivo y de los testigos ya desaparecidos, es dar a esas palabras rostro, voz, subjetividad y cuerpo, es construir un lugar hospitalario donde pueda reposar su memoria: concibo este libro como la tumba que sus asesinos le negaron». La escritura es política. Siempre. Digan lo que digan quienes defienden la asepsia en el acto de escribir. Ni la escritura ni la lectura son asépticas. O te caes de un lado o te caes del otro. Yo me caigo, cuando escribo y cuando leo, del lado en que Edurne Portela cuenta sus historias. Me enseña, con lo que escribe y cómo lo escribe, a que la caída encuentre siempre fieles aunque nunca sumisos camaradas. Gracias por eso, pues. Gracias por eso.

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