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"Sueño que vengo a la casa y él está en albornoz"

Manuscritos, fotografías, dibujos, correspondencia y objetos personales son parte del legado del escritor en proceso de catalogación. Zambullirse en ese archivo permite un conocimiento más profundo de un autor muy celoso de su intimidad.

«Sueño que vengo a la casa y él está en albornoz»

Era domingo aquel 18 de julio de 2020 cuando murió en Barcelona, donde nació el 8 de enero de 1933, Juan Marsé. Volver a él, a su casa, a sus papeles, al despacho en el que trabajó toda su vida, es algo especial para los suyos, para su mujer, Joaquina, para sus hijos, sobre todo para su hija, Berta, escritora como él, a la que la soledad y el inmediato parentesco la convierten en la más próxima a sus escritos inéditos, sus juguetes más queridos, sus travesuras como dibujante, sus diatribas contra esto y aquello. Pues hasta el fin de sus días el escritor de Últimas tardes con Teresa, aquel padre que tuvo, no cesó de escribir, reír o cabrearse contra la vida y contra el mundo. Y a ella le corresponde ir en busca de lo que el padre dejó para que alguien, una institución, una entidad, quienquiera, haga de este amasijo enorme de herencias literarias o personales un legado que, pasados los años, explique como se debe la herencia literaria, personal, moral, de uno de los grandes escritores del siglo XX.

La casa es la que era. Aquí está Joaquina, cerca de la cocina, recibiendo a amigos que en otro tiempo eran habituales para entrevistar al marido, para hablar con él de política, fútbol o literatura. Se puede escuchar, si se activa la memoria, la voz disímil, a veces cabreada, a veces risueña, de Juan. Se le puede ver, si es temprano, vestido con su albornoz, como lo ve su hija en sueños -«sueño que vengo a la casa y él está en albornoz»-, sentado ante su máquina de escribir o su ordenador, según los años, con la cabeza agarrada por unas manos poderosas, más fuertes que las que se le suponen a un joyero, que fue uno de sus oficios.

Ahora no está, naturalmente, hace tiempo que no está. La propia Berta ha estado durante todo este tiempo dudando si entrar o no en el santuario laico que fue su lugar de trabajo, y nosotros mismos entramos sintiendo que su voz, sus manos grandes, sus ojos irritados porque lo habíamos despertado de un sueño literario, cerraban de golpe ese santuario para quedarse a solas.

«Sueño que vengo a la casa y él está en albornoz»

Un gran vacío

Nuestra compañera Elena Hevia halló tesoros de Marsé, se adentró en ese mundo marsiano con su conocimiento de por dónde se iba mejor a sus vericuetos, y nosotros nos quedamos en el umbral, como si tuviéramos temor de desordenar los papeles, los manuscritos, las ocurrencias, los ríos de escritura que ahora son legado y antes fueron proyectos de una vida dedicada, y de qué manera, a la literatura. Una vida secreta también, la vida de un creador es un mundo; entrar en él es ir de excursión por su cerebro de literato barcelonés.

En el papel que tuvo cada uno de los dos periodistas a mí me tocó indagar en el estado de ánimo que sobrecogía a Berta, novelista también, nacida en Barcelona en 1969, autora de En jaque y de Fantasías animadas, ahora mezclada con la vida propia y con lo que el autor de sus días dejó atrás y ya para siempre. Son más de dos años, y es mucho tiempo en la ausencia de un padre, pues este no llenó solo este cuarto sino una parte que no se puede suplir cuando nos dejan, así que ella me dijo lo que le costó más decir en el tenor de nuestra conversación.

«El vacío es muy grande… Su muerte coincidió con el auge de la pandemia». La casa parece un eco de lo que hablamos: Joaquina, en su cuarto, allá atrás; nosotros, hablando como si tampoco quisiéramos despertar lo que en todo este tiempo tampoco se ha dicho. Como si aún estuviéramos en el quicio de la puerta y no hubiéramos entrado en el territorio que Marsé tenía cerrado, cuando se iba y cuando estaba, a piedra y barro.

Habíamos hecho un alto en el bar de abajo, como si un tambor de silencio nos obligara a hacer antesala antes de que ella rememorara lo más doloroso de las sucesivas despedidas en medio de un silencio que siempre acababa con su deseo de que la hija le perdonara las largas vigilias. El último mes en el hospital «fue el vacío total: solo podía ir un familiar, todo el mundo estaba encerrado, los médicos y las enfermeras no se te acercaban». El vacío total.

Él murió, pues, en julio. Aquella voz, la que te llamaba para pedir que le sintonizaras los partidos o para preguntar por la vida (y la salud) de los otros, el que buscaba información como si recopilara historias que le fueran a servir para sus novelas, se apagó del todo. Y cuando se apaga una voz ya solo queda el recuerdo insistente de su sonido. Si este es el del padre, de alguien tan cercano, esa voz se guarda, y ella, Berta, tardó meses, años quizá, en escucharlo en el magnetófono, en reproducciones que hay por la casa.

El vacío, pues, se hizo sólido en julio. «Agosto fue mucho más raro para mí. Y difícil». ¿Ya no era el interlocutor que fue? A ella le cuesta hablar de esos recuerdos, pues van y vienen como si no fueran aún recuerdos, sino heridas. «Casi hasta el final -dice- fue aquel que hablaba siempre con nosotros, el mismo que mantenía sus curiosidades. Tuvo siempre cabeza, salvo en los últimos 15 o 20 días. Entonces ya no. Pero la mayor parte del tiempo sí».

Piropo insólito

Como era habitual en su modo de ser, era alguien hacia adentro hasta cuando explicaba sus enfados o sus apasionamientos, y hablaba poco de literatura. «Y cuando lo hacíamos era sobre la literatura de los otros. Me recomendaba libros para leer. No hablábamos tanto de lo que escribía él, de lo que escribía yo. Bueno, una vez me dijo, con respecto a lo que yo misma escribía, que le gustaba mucho cómo yo colocaba la información, y me lo tomé como un piropo. Me dijo que lo hacía de modo intuitivo, y que eso era buena señal».

Parece que la voz de Juan entra por la garganta de su hija Berta y se puede escuchar al padre diciéndole ese piropo que en todo caso siempre sonaría en él, con respecto a la escritura de cualquiera, insólito, como dicho después de una aguda reflexión. ¿Y ella qué le decía de sus libros? «Uf… No me acuerdo. Yo empecé a leerlo en la adolescencia, porque en el instituto nos obligaron. Últimas tardes con Teresa me gustó mucho, pero Si te dicen que caí me pareció muy fuerte… Pero yo no le comentaba mucho». Ni él comentaba; de lo suyo hablaba en entrevistas, si acaso en algunas de sus confidencias, que luego fueron libros, pero no era de los que, como él mismo podía haber dicho, te dieran la chapa con lo que estuviera escribiendo o lo que ya hubiera escrito.

Ante sus propios libros, dice Berta, «él se comportaba como un orfebre, cuidaba mucho el proceso creativo». El último, esas memorias sincopadas en las que escribió de estos y de aquellos sin cortarse un pelo, dio mucho que hablar. Incluso a título póstumo hubo quienes le juraron odio u olvido. Como salieron después de su muerte, ni él se pudo explicar, y pocos salieron en su defensa, pues en vida siempre defendían su libertad para ser descarado. «A mí -dice Berta- eso me entró por un oído y me salió por el otro».

Es notable la naturalidad con la que responde a todo lo que concierne al padre cuyo legado revisa. Nada le exalta, y aunque la emoción forme parte de sus actitudes, parece que el contacto con la intimidad literaria de Marsé, y con la intimidad en general, la ha salvado ya de la magnificación de las sorpresas. En cuanto a la publicación de sus diarios, «no sabía que se iba a publicar todo eso». «No me lo dijo, tal vez porque sabía que no me haría gracia. El editor, Ignacio Echevarría, tuvo el detalle de llamarme y juntos quitamos algunas cosas, pero hubo quien se molestó. Y, mira, que se molestaran porque él se cagaba en no sé quién y en no sé cuantos, pues allá ellos. Yo no quería que ese fuese su último libro, pero fue su deseo».

Rabia, tristeza y regocijo

Ahora ella ha estado inmersa en lo que el padre dejó inédito. Así me cuenta su experiencia: «Me ha costado mucho. No sé cómo explicártelo: es como si él estuviera aquí, hablándome. Al revisar todo he sentido rabia, tristeza y también regocijo. En las libretitas, de las que hay tantísimas, he encontrado maravillas con las que se divertía, y hay cosas muy graciosas, de las que él mismo también se reía. Por ejemplo, las que le dedicó a Marta Ferrusola [la esposa de Jordi Pujol]».

Le pregunté por su padre, como persona, y a ella le pareció una pregunta que le causaba inquietud, qué cosas preguntan los periodistas. «Pues, a ver... Era medio infantil, juguetón, enamoradizo, tímido, no sé… Tenía fama de gruñón y de cascarrabias, pero era superafable... Era muy honesto consigo mismo y con los demás. Se preocupaba por los otros… Fíjate, yo era su hija y a mí me agradecía mucho que lo acompaña a sus citas médicas. Además, me preguntaba por los otros, por sus amigos, cuando ya no los veía. Sus amigos eran muchos, sus médicos, un farmacéutico, los escritores Vázquez Montalbán, Mendoza, Izquierdo, los Moix -Ana María y Terenci-, Vila-Matas, De Sagarra…, tantos. Esto de decir nombres... siempre te quedan tantos a un lado».

Ella no supo hasta a sus 15 años que su padre había sido un niño adoptado. «Un día que era su cumpleaños le hice una libreta con recortes de prensa y entonces leí que era adoptado. No daba crédito de que no me hubiera dicho nada, así que fui a su despacho y se lo dije. ‘Papá, ¿eres adoptado?’. ‘Ah, sí’, me dijo como si tal cosa. ‘¿Y por qué no me lo habías dicho?’. Él no le daba importancia». Pero le marcó. «Leyendo su obra está claro que le marcó… Pero, en su vida, en su persona, no mucho. En su obra se nota que le marcó la ausencia del padre. Como que por eso siempre cuestiona la figura paterna. Pero no sé si le fue útil para crear historias o si realmente sintió mucho rencor por la ausencia de su verdadero padre. Eso está en su obra, pero la verdad es que no lo sé».

Era un barcelonés, poco nacionalista, pero un barcelonés «de pura cepa; en su forma de ser, de expresarse, de trabajar, muy culé, renegón, muy catalán». El procés lo llevó mal, «también lo pilló mayor y ya enfermo, y tal vez por eso lo vio con tristeza, con pena… No sé, lo llevó mal. Fue una época triste para él».

-Berta, ¿de qué forma quería él que su obra fuera recordada?

-No sé…. Él buscaba emocionar con sus historias, más que cualquier otra cosa. Ser verosímil, emocionar. En los últimos años le chocaba que los escritores hablaran tanto de sí mismos, esa literatura del yo. Decía: «¿Por qué no se inventan algo? Que cuenten historias, que no dejen morir la ficción». Le cansaba esa literatura del yo.

Adioses continuos

Al fin estaba casi solo, se le fueron muriendo todos… ¿Cómo lo afrontó? «Era parco expresando sus sentimientos. Cuando algún amigo se moría, se encerraba en su despacho a trabajar y no exteriorizaba nada. Con Jaime Gil de Biedma, se quedó en silencio. Con Carlos Barral, durante días ni le oímos, vivía para adentro. Y con Carmen Balcells… Por ella tenía sentimientos muy fuertes. De agradecimiento y fascinación. Ella siempre le sorprendía, a veces para mal. Pero la quería mucho. Confiaba mucho en ella, en su intuición, era de las pocas personas por las que se dejaba mangonear».

-¿Cómo te despediste de él?

-En esos últimos meses en el hospital a veces empezaba diciéndome «cuando yo ya no esté…». Y yo lo paraba en seco, no quería continuar por ahí. Tuvo un último infarto y a partir de ahí se vino abajo. Después ya casi no hablamos. Estuve un rato el último día de hospital. Al irme me dijo: «Gracias y hasta luego». Fue lo último. Al día siguiente ya estaba sedado y luego… se murió.

-¿Algún día le viste llorar?

-Un día que atropellaron al perro. Estábamos en el pueblo, tocó a la puerta una vecina: «Han atropellado a vuestro perro». Fuimos a ver. Estaba en la cuneta. Yo me puse a llorar y más tarde le vi las lágrimas a mi padre. Solo ese día. Nunca más.

Al terminar la transcripción el periodista sintió como que Marsé llamaba por teléfono para preguntar cómo había ido todo con Berta.

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