Elogio del caminante

La edición de Aznar Soler en los ‘Diarios. 1939-1972’ de Max Aub resulta un testimonio valioso de la voluntad de intervención del escritor en la historia, literatura y política del siglo XX.

Max Aub

Max Aub / Levante-EMV

Alfons Cervera

Alfons Cervera

«¿Se acuerda usted cuando vino aquí por la noche, sin que nadie se enterara?», pregunta Acacia en Los muertos, obra teatral de Max Aub. Se refería a un personaje ausente. Siempre la ausencia en la obra de un escritor que se pasó la vida como si la vida fuera toda ella un cruel, inevitable, extrañamiento. Hay vidas que son más literatura que la propia vida. Pero en otras ocasiones -las que a mí me gustan- no existe mucha diferencia entre la escritura y la vida. Separarlas es demasiadas veces dar cobertura a lo que ha sido la identidad de un monstruo. Ya sé que Heidegger fue un gran filósofo. Y que lo mismo puedo decir como escritor de Louis-Ferdinand Céline. Pero no soporto ver al primero vestido con el uniforme nazi y al otro, colaboracionista con la ocupación alemana, enviando a sus paisanos franceses a los campos hitlerianos de exterminio. Cuando Max Aub escribe, lo que está haciendo es darnos una lección de vida, una vida, por cierto, que siempre tuvo que ver con las ausencias a que condenan los destierros. O los transtierros, como a él le gustaba decir.

Socialista a tiempo completo. Atento observador de su tiempo. O mejor: entregado apasionadamente a formar parte de su tiempo. En lo político. En lo literario. En lo personal. En 1939 salió al exilio. A sus muchos exilios. Acabó en México. Antes en Francia y Argelia. Sabía de primera mano lo que era vivir en sitios que no eran el suyo. Nunca dejó de escribir. Ensayo. Poesía. Teatro. Novela. Guiones de cine. Ningún género literario le fue ajeno. Y en todos ellos tuvo un papel destacado. Sin embargo, su vida estuvo ocupada por una sensación de fracaso, de no recibir el reconocimiento que él mismo estaba convencido de que se merecía. En 1969 regresó a España desde su exilio mexicano. Una decepción tremenda. Nadie lo recordaba. La mayoría de la gente ni sabía quién era Max Aub. Sus libros no estaban en ninguna librería. Cogió un cabreo de campeonato y de ese cabreo salió uno de sus mejores textos: La gallina ciega. «He venido, no he vuelto», escribe a propósito de ese viaje. Lo sabía él mejor que nadie: regresar del exilio es imposible. Nada es lo mismo. El sitio donde llegas nunca será definitivamente tuyo, y el que dejaste en la huida lo habrás perdido para siempre.

«Andar, andar, andar siempre; sin remedio hasta acabar», había escrito en febrero de 1967. Ese caminar incansable con aproximaciones machadianas, que conforman la vida y la exhaustiva obra literaria de Max Aub, ha sido uno de los principales objetos del trabajo llevado a cabo por el profesor Manuel Aznar Soler que, con el grupo de investigación Gexel, asentado en la Universitat Autònoma de Barcelona, indaga incansablemente desde hace años sobre el exilio literario republicano español. Ahora acaba de publicar la edición completa de Diarios. 1939-1972 en la editorial sevillana Renacimiento y su Biblioteca del Exilio. No me gustan los libros gordos y éste tiene exactamente 959 páginas. Nada menos. Pero ya es la segunda vez que lo leo. Hace tiempo en su versión más reducida. Ahora con una exhaustiva documentación y lectura de entomólogo que siempre hace Aznar Soler de la vida aubiana y la obra literaria que nunca abandonó esa vida allá donde estuviera: «Un escritor que, a pesar de los pesares, se obstina en proseguir su obra literaria, entendida como crónica y testimonio, como una apuesta militante de la memoria histórica contra el olvido». Ese «a pesar de los pesares» viene, entre otros sitios y como apuntaba antes, de sentirse siempre un escritor fracasado.

Tenía la sensación, el autor de La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco, de escribir como si no hubiera nadie al otro lado de su escritura: «¿No me voy a convencer, de una vez, que soy un escritor sin lectores?», escribe en 1972, en su último viaje a España, poco antes de su muerte. Bien que lo dice Aznar Soler en el texto de presentación de estos Diarios: Aub escribía para «un lector futuro». Y reproduce lo que el propio autor había dejado escrito: «para cuando salgan impresas estas palabras, es decir, para un mañana indeterminado». Y siempre, esa voluntad de sentirse ninguneado, cuando no directamente condenado al olvido: «No he pasado de ser la sombra de un mito. Tal vez un par de decenas de gentes saben quién soy. Tal vez. Tal vez, no. Me estudian como muerto». No era precisamente Max Aub la alegría de la huerta. Miren la ácida ironía en esta cita del 28 de mayo de 1970, absolutamente visionaria: «Lo primero que hay que dejar sentado es que se escribe demasiado o, por lo menos, que se publica demasiado… Lo primero que debiera hacer cualquiera que entra en una librería que merezca ese nombre es suicidarse». ¿Hay quien dé más?: así se las gastaba un escritor que es de lo mejor que ha dado la literatura española contemporánea. Aunque eso mucha gente no lo sepa o no quiera saberlo. Se publica demasiado, decía. Pues si ahora levantara la cabeza se volvería tarumba al ver cómo nos inunda una literatura que lo llenaría de vergüenza.

Leer a Max Aub debería ser obligatorio en la enseñanza secundaria y universitaria. Y también para quienes la lectura es un gustazo radicalmente irrenunciable. Ya sé que leer no es eso que llaman ahora trending topic, pero esto que acabo de escribir es una invitación a que lo hagan. Si lo consigo o no ya no depende de mí. Pero, a pesar de los pesares, nunca daré por perdida la causa de que Max Aub sea leído tanto o más de lo que a él mismo le hubiera gustado.

Suscríbete para seguir leyendo

Tracking Pixel Contents