De espaldas
Murasaki fue pionera en huir del romanticismo del shôjo y utilizó la libertad del manga para abordar la feminidad de manera realista, crítica y sostenida
Álvaro Pons y Noelia Ibarra
La portada de Una mujer de espaldas, de Yamada Murasaki (Salamandra Graphic, traducción de Daruma Serveis Lingüístics) presenta exactamente lo que describe su título: una mujer de espaldas es abrazada por una figura sin cara que la rodea con sus brazos. En la contraportada, unos niños, también sin rostro, juegan a contemplar su fantasmal reflejo. Son dos imágenes que, unidas, simbolizan a la perfección el rol de supeditación de la mujer en un concepto inamovible e impuesto socialmente de familia transmitido de generación en generación.
Entre las imágenes despersonalizadas, sin facciones, solo ella actúa de hilo conductor, de argamasa que da sentido a esa idea bucólica de felicidad que pasa por su labor callada y poco reconocida. La definición de la mujer como ama de casa, madre, esposa y amante, la imposibilidad de una identidad propia se desarrolla ante las imposiciones del cuidado familiar definidas por un patriarcado asumido como único modelo posible. El olvido de sí misma hasta la anulación, hasta la pérdida de sí misma ante la sucesión de tareas domésticas.
Murasaki cuenta la historia de Chiharu en el contexto del Japón de los años 70, un entorno donde la tradición patriarcal era opresiva y mutiladora para las mujeres, en el que la disidencia de una autora que se atreve a señalar las evidencias de una sociedad machista resulta provocadora incluso para una revista como Garo, en la que se desarrolló el género gekiga, con un fuerte componente de denuncia de las realidades sociales, pero en el que las historietas de Masuraki eran rompedoras. De forma discreta, casi sin decir nada, la autora cuenta su historia mediante la selección de momentos cotidianos: la cena, la comida o lavar la ropa, en los que siempre vemos a Chiharu de espaldas mientras el resto de su familia disfruta. Casi parece una bonita postal de felicidad, que pronto comienza a resquebrajarse con la toma de conciencia de la protagonista de cómo la sociedad ha creado un sistema de control perfecto que le impide moverse o tomar decisiones por sí misma.
Con cada reflexión, Murasaki va mostrando un proceso de toma de conciencia, de reconocimiento de modelos anquilosados construidos para el control de la mujer, desde el matrimonio a la maternidad. Un único paradigma que la envuelve desde las ausencias: la de un marido, que se permite la infidelidad como algo normal, cómodamente absorbido por su papel de cazador que trae la comida a casa; la de sus propias hijas, que han asumido ya el rol que les tocará vivir en un futuro y perpetuarlo; la de ella misma, que hace tiempo que olvidó quién es. La conquista de un espacio propio mediante una opción como un trabajo a media jornada supone un terremoto que no es comprendido, que se ve como un capricho que pone en evidencia la fragilidad de la imagen creada. Un lugar, un momento propio, un atisbo de independencia que incluso resulta difícil de aceptar desde el desconocimiento de esa libertad: la culpa es una cadena tan invisible como férrea, que se manifiesta con esa dificultad para andar por la calle sin estar pendiente del cuidado de otros miembros de la familia. Un proceso tan lento como inexorable, pese a que el sistema se protege generando dudas, culpabilidad y autocensura ante el deseo de ser autónoma, ante el simple hecho de pensar puede existir otra vida en la que ser ella sin más.
Murasaki, todavía inédita en nuestro país, crea una obra de un mensaje contundente de libertad e igualdad que, por desgracia sigue siendo necesario y vigente hoy y en cualquier lugar.
Una obra maestra.
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