València, territorio literario

La capital protagoniza cuatro libros radicalmente diferentes

'Valencia roja'

'Valencia roja'

Manuel Peris

Manuel Peris

Pocos territorios hay menos constreñidos por las fronteras que la república universal de las letras. Sólo la música le supera en universalidad. Sin embargo, el territorio literario, como marcador espacial que es, tiene una enorme capacidad de configurar imaginarios colectivos. De un tiempo a esta parte, se han juntado en mi mesa de lectura cuatro textos radicalmente diferentes, pero en los que la ciudad de València cobra un relevante protagonismo: València, el relat d’una ciutat, de Vicent Molins (Drassana); Valencia, geografía de una ciudad, de Ginés S. Cutillas (Traspiés); Valencia Roja, de Ana Martínez Muñoz (Alfaguara); y Anomia. Rebeldes valencianos en 1970, de Abelardo Muñoz (Institució Alfons el Magnànim).

El libro de Vicent Molins València, el relat d’una ciutat, lleva como subtítulo «Gent i arquitectura» como queriendo acotar con modestia la voluntad del autor de aproximarse a la historia urbana de València. El historiador Jacques Le Goff, decía que se escribe historia urbana «por amor a las ciudades» y este libro no es una excepción. Como no lo es tampoco el compromiso ciudadano que implica este tipo de escritura. Un compromiso y un amor que recorren, sin aspavientos ni adjetivos, un relato articulado en torno al testimonio de una veintena de ciudadanos que nos desvelan su relación profesional y cotidiana con algunos aspectos de la urbe. Molins huye de los caminos trillados y nos muestra casas, edificios y rincones poco conocidos. Sirva como ejemplo de su sensibilidad la elección de la obra de Javier Goerlich que muestra a los lectores: no es ninguno los edificios por los que ha pasado a la historia de la arquitectura valenciana. No, Molins opta por enseñarnos el modesto grupo de viviendas Santa Rosa de la avenida Burjassot, que tan bien nos habla de la ciudad de la posguerra. Su crónica sobre «el chalet (de los periodistas) en el que bailaba Lina y su pavimento que busca un nuevo baile» es toda una declaración de amor a la ciudad. A escasos metros de él, junto a las torres del pasaje Luz de GEO.DB, la casita del Camí Vell de Benimaclet es ciertamente la parábola de un limbo, un limbo urbano tan hermoso como este libro.

En una onda muy diferente, Valencia, geografía de una ciudad, con ilustraciones de Alfredo Ugarte, es una guía turística, con pretensiones literarias. Un libro objeto «muy mono», casi «cuqui», en el que se acumulan los tópicos y no faltan los despistes documentales. Errores que llegan a lo delirante en el mapa que cierra este librito de cantos tan romos como su contenido. Lo más pasmoso del asunto es que está firmado por Ginés S. Cutillas, autor de la excelente novela El diablo tras el jardín (Pre-Textos). Lástima, nadie es perfecto.

El rojo de la Valencia de Ana Martínez Muñoz nada tiene que ver con aquellos años en que la ciudad fue capital de la República. No, «Valencia Roja» es el nombre de un imaginario festival de cine porno, que con ese título se celebra en nuestros días. Como en tantas novelas negras, aquí se dan cita la prostitución, el crimen, las drogas y la pornografía. Escrita con un estilo tradicional, el relato asume los principios del movimiento Me Too, llegando a verbalizarlos en boca de alguno de sus personajes. Y no deja de ser un ajuste de cuentas con la progresía machista-leninista que el citado festival tenga como lema «El porno es cultura», que fue durante décadas uno de los postulados de la Cartelera Turia. En fin, que, al menos en esto, los tiempos están cambiando y, pese a algunas obviedades y reiteraciones, esta novela es un buen testimonio.

Anomia. Rebeldes valencianos en 1970 es un libro lúcido y necesario. No lo cuenta todo de aquellos años, pero lo que cuenta es cierto. Cuando conocí a su autor, Abelardo Muñoz, yo aún no había cumplido los veinte. Él era cuatro o cinco años mayor, que en esas edades es mucho. Tenía un hijo con la prima de mi novia, de la que se había separado. Flaco y no muy alto, gastaba un aire a lo Humphrey Bogart, a quien imitaba en la mirada y la media sonrisa. Al menos eso le parecía al adolescente que yo aún era. Su hermano Oswaldo, con su cabellera rubia a lo afro y sus gafas negras, me parecía un trasunto de Bob Dylan. Oswaldo protagonizó un fallido atraco, con tintes políticos, a las taquillas del Teatro Valencia Cinema, por el que tuvo que pirarse a París. De esto no habla Abelardo en este libro. Pero yo no puedo dejar de evocarlo y de disfrutar con las historias que cuenta y los recuerdos de los personajes que, más o menos camuflados, aparecen en esta crónica. Tal vez, como decía Henri de Montherlant, «vivimos a merced de los silencios».

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