reportaje
"Tenías un amigo que se llamaba Rafael Azcona"
Pepitas de Calabaza reúne en una caja las novelas del guionista de películas como ‘El verdugo’, ‘La escopeta nacional’ y ‘Belle époque’, ocho historias en siete libros a las que hay que añadir un ‘bonus track’: un magistral volumen en el que uno de sus discípulos, Bernardo Sánchez, da cuenta de la mirada ingeniosa, irónica y certera del maestro.
El 23 de marzo de 2008 sonó el teléfono y era el cineasta José Luis García Sánchez diciendo esto: «Tenías un amigo que se llamaba Rafael Azcona». La misma noticia, dada así, despertó el estupor de la legión de amigos que, en el cine y fuera de él, cosechó aquel gran hombre inolvidable que se llamó, en efecto, Rafael Azcona.
Nació en Logroño el 26 de octubre de 1926 y en cuanto pudo viajó a Madrid, a buscar la vida, a buscarse la vida. Como su padre, y su madre, fue pobre de la guerra, y esa naturaleza tan compartida en España como la tristeza le sirvió para convertir en metáfora del cine lo que escribió para ese mundo y lo que dejó para la literatura. De la obra literaria de aquel hombre que llevó al cine grandes historias, con Luis García Berlanga, con Marco Ferreri, con Carlos Saura, con el propio García Sánchez, ha hecho ahora una reedición Pepitas de Calabaza, la editorial de Logroño –como Azcona– que tiene la firma y la impronta del editor Julián Lacalle y el impacto literario del escritor Bernardo Sánchez, paisano de Rafael como Lacalle, que figura entre los que de manera más potente y filial se han ocupado del legado impresionante del maestro.
Bernardo Sánchez ha hecho un libro en el que cuenta cómo fue ese periplo impresionante de Azcona por la ficción escrita, a la que él le daba solo la importancia de lo alimenticio, cuando en verdad fue un retrato múltiple, impresionante, cabal y abrumador, de la España que amaneció con Franco. Quizá aún pervive esa España, no solo en los restos de la dictadura que Azcona subrayó con humor (el humor de Azcona: ni negro ni tibio; el humor de Azcona), sino también en los modos de ser de un país que se supuso moderno en los 60 porque se le abrió una rendija europea por la isla de Ibiza. Para saber de este hecho, que entonces parecía una parodia y que ahora también es historia, hay que leer Los europeos; ahí está, como pan caliente, esa inteligente mirada del Azcona que no dejó nunca de fijarse en todo para contar la vida contemporánea.
Esos ocho libros no son todo Azcona, porque Azcona daría para una enciclopedia de las costumbres y de las contradicciones del país al que retrató. Pero la colección comprende esa pasión suya de mirar, y contar, que trasladó también a las sobremesas que dieron cuenta de la agudeza de su inteligencia. Como su cine y su literatura, todo Azcona es mirada, la inteligencia de mirar para contar.
Siempre despierto
Esas sobremesas, a las que asistieron amigos suyos hasta el final de su vida, tenían la consecuencia de su perspicacia, como si siempre estuviera despierto. A esas reuniones él era el primero en llegar; de inmediato aparecían Manuel Vicent, con Ángel Sánchez Harguindey y Jordi Socias; enseguida estaba allí su mejor amigo joven, David Trueba, con el que también comía a solas y a menudo; rezagado, pero puntual, se sentaba con el maestro y con otros discípulos Manuel Gutiérrez Aragón…, y muchas veces Joan Manuel Serrat se hacía presente para completar, con aquella gente, una sinfonía ya inolvidable e irrepetible.
Azcona se sentaba a escuchar y de vez en cuando decía lo que le dictaba el sentido común, pues era la naturalidad que da el sentido común el más común de sus argumentos. Lo que parece extraordinario, e incluso exagerado, hallaba en el Azcona de la sobremesa la esencia de lo posible. De modo que tampoco extrañaba que hubiera, como en El repelente niño Vicente y en Los europeos, el eco de las extravagancias de la imaginación sirviéndole a él como materia de la realidad.
Conocedor de lo que fueron la República y la dictadura, frecuente en La Codorniz con su modo de interpretar la realidad de las tinieblas que él y su familia –y tantos españoles– vivieron dentro del microclima europeo que fue el franquismo, su escritura, como sus guiones, no dejó a un lado ninguno de los episodios que hicieron ruin o incomprensible la era de Franco, y lo que le rondó. La inteligencia con la que hizo del pasado la materia de su invención impidió que la censura se diera cuenta de hasta qué punto no solo burló al que tachaba, sino que además debió hacerlo reír.
Estupor de la realidad
En aquellas reuniones con los amigos estaban, en cierto modo, su cine y su literatura; sin volver a sus asuntos, que él dejaba para la historia, sin hacer alusión a ella, además, la España que está en sus guiones y en sus libros comprende lo que pasó para memoria terrible de aquel tiempo… Ni en esos encuentros, ni en las entrevistas que dio, ni tampoco en su modo de aparecer y desaparecer del panorama, pues era secreto y presente a la vez, fue Azcona un hombre marcado por la herida del ego. Al contrario. Lo rehuía como alma que lleva el diablo.
Aquel hedor español que él y los directores de sus películas trasladaron al celuloide aparecía en el cine, como en los libros que tuvieron ahí su consecuencia o su origen. Lo que cuenta, y está en cada obra de esta colección, parte del estupor de la realidad, pero manteniendo intacto el origen penoso del dolor de España, cuya identidad era siempre el principio del abrazo que jamás se trocaba en burla o en mofa.
La suya era una escritura solidaria pero implacable: aquella España de Azcona, la de sus libros, la de sus guiones, es la que heredamos, la que está por ahí aún en la identidad de la chafardería nacional, la que siguió en Belle époque –la extraordinaria cinta de Trueba, con guion suyo–, y la que en estos libros representan –por ejemplo, en Los ilusos y Los europeos– historias de esos españoles que creíamos ya sepultados pero que, leyendo estas obras, vuelven a palpitar como si esa España siguiera caminando por la ruindad o la leyenda negra, azul o roja que nos acompaña con el tiempo. No hay en ningún libro de Azcona nada que no concuerde con lo que luego, en rincones de sus filmes, le regaló a sus cineastas, y no hay nada en sus textos que no sea, también, espejo de lo que podría él mismo escribir hoy otra vez.
Todo Azcona, el título con el que Bernardo Sánchez homenajea a quien fue su maestro, lleva, desde este volumen hasta el último, linograbados de Carlos Baonza. Todos ellos son alusiones, desde El pisito hasta El repelente niño Vicente, a la impronta de aquel dibujo de la época que parecía buscar en esa misma grafía las distintas actitudes domésticas de la vida española. El niño Vicente, igual que El pisito, parten ya, desde esa cubierta, con la metáfora de la que luego se valió Azcona para trasladar al lector (y al espectador, cuando su escritura se hizo cine también) a aquella atmósfera a la que él le dio sentido.
A partir de ahí, de esa uniformidad de las cubiertas, el espíritu de Azcona, aquel con el que viajó con su literatura, hasta Europa y más acá, sigue en los interiores, donde están los dibujos que acompañaron las ediciones anteriores de las mismas obras, con las colaboraciones que Azcona tuvo, además, de sus propios maestros. Entre ellos, Antonio Mingote, emocionante compañero, como Tono, de los años en que el humor valía más que mil palabras.
Ahí está, nada más abrir el útil libro inaugural de Bernardo Sánchez, una foto que explica quién es aquel Azcona que se nos murió, como nos dijo en día aciago nuestro común amigo –y su compañero en la vida y en el cine– José Luis García Sánchez. La Codorniz, el audaz semanario, había declarado la guerra a Inglaterra. Era 1956. Ahí está, observando la acción de batalla, parte de la que fue la más importante representación del humor español ante un mapa inglés sobre el que todos los concurrentes depositan la experiencia bélica de sus manos.
Son estos individuos, dispuestos a acabar con la Pérfida Albión, Álvaro de Laiglesia, Enrique Herreros, Sara Montiel, Fernando Perdiguero, Remedios Orad y… Azcona. Minucioso como era, en las tertulias con Vicent y sus amigos, y también a la hora de explicar lo que supiera del pasado o lo que interpretara del presente, al autor de Los europeos se le ve a la legua que es el que de manera más especial asiste a la ficción como si esta fuera un trasunto perfecto de la realidad. Para dar luego, de coña, pero muy en serio, el veredicto sobre cómo había que abordar la batalla. Ahí está el joven Azcona, y ese joven Azcona duró toda su vida.
Dos figuras imprescindibles
La colección es un lujo, que se debe sin duda al editor y a quien firma el volumen que da entrada a esta importante aportación a la historia de Azcona como escritor y como ciudadano. Julián Lacalle ha sentido desde siempre el latido de Azcona, y ha escuchado la importancia que el riojano (un día le dijeron: «Azcona, ¿no te vas de vacaciones?», y él respondió: «¿Yo? ¡Si yo ya me fui de Logroño!») tiene en la historia de España, de la de ahora también. Y Bernardo Sánchez no es solo un discípulo, sino un hijo prolongado de los que Rafael tuvo con Susi y que son Daniel y Bárbara.
A estas figuras imprescindibles en la puesta en marcha de un instrumento vital para saber de Azcona, de la inteligencia de su contribución al conocimiento de este país, se le debe este montón de inteligencia editorial. Y a Susi, y a sus hijos, la capacidad indesmayable para situar donde lo merece, en la literatura, en el cine, a aquel hombre que fue, además, como Kim de la India, el amigo de todo el mundo.
Por eso a José Luis García Sánchez le bastó con decir «tenías un amigo que se llamaba Rafael Azcona» para que todos aquellos que quedaban con él supieran que ya la mesa común estaba dramáticamente vacía.
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