Puñales de frío
No deseo que nadie llegue a ver algo así.
Ceija Stojka
¿Sueño que vivo? Una niña gitana en Bergen-Belsen
Antes de empezar a escribir saqué unos cuantos libros entre los que siempre tengo a mano: El dolor, de Marguerite Duras; Ninguno de nosotros volverá, de Charlotte Delbo; Si esto es un hombre, de Primo Levi; ¿Sueño que vivo?, de Ceija Stojka; Aquel domingo, de Jorge Semprún; Crónicas del mundo oscuro, de Paul Steinberg (polémica total con Primo Levi); Tiempo del corazón, la correspondencia entre Ingeborg Bachmann y Paul Celan; Escribir el horror, de Javier Sánchez Zapatero. No los saco aquí para presumir de nada. El motivo es otro bien distinto y tiene que ver con la gratitud infinita a quienes los escribieron: me acompañan, entre muchos otros, cuando siento y sufro de cerca el crecimiento de la extrema derecha allá por donde miro.
Puse esos pocos libros sobre la mesa y les hice una foto con el móvil. No entran todos los que habitan la estantería del horror. Y eso que Adorno dijo aquello de la poesía y Auschwitz, que si no… Simplemente quiero escribir de Stendhal en Mauthausen, un libro sobre los campos de exterminio nazis que son como dos libros a la vez. El que escribe Joan Tarragó sobre su cautiverio en el campo de Mauthausen y el de su hijo Llibert, periodista y editor que completó el relato paterno con su propio testimonio. Él mismo lo escribe: «Comenzar a vivir con un testigo del universo concentracionario te convierte en un testigo atónito llamado a comunicar hasta los más mínimos detalles, como por ejemplo el gesto de mi padre recogiendo con su mano, al final de la comida, las migajas de pan abandonadas sobre el mantel de hule». En el prólogo, el nombre de Francesc-Marc Álvaro, sobrino de un deportado, también a Mauthausen. Es como un libro de familia que va más allá de la que formaron Joan Tarragó y su mujer Rosa Esteve (qué capítulo tan inmenso el que el hijo le dedica a la madre).
El silencio es la palabra más repetida en la historia y la escritura concentracionarias. Cómo contar el horror. Los ladridos de los perros, sus mordiscos asesinos. El humo de las chimeneas. La muerte amontonada, sólo huesos que parecían restos de chatarra. El hielo de las noches y los amaneceres formando en la explanada del campo. «El frío nos desviste», escribe Charlotte Delbo en Ninguno de nosotros volverá. Deportada en 1943 a Auschwitz-Birkenau, así describe la escena del recuento de prisioneras bajo las estrellas que son como «puñales de frío». Nadie quería contar después de sobrevivir al holocausto. Llegó Joan Tarragó a Mauthausen en 1941 y salió cuando la liberación en 1945. Siempre quiso que su hijo Llibert escribiera de aquellos años. Finalmente lo hicieron entre los dos. El padre no pudo concluir su parte: el cansancio, las huellas que los campos nazis dejaron en quienes sobrevivieron. Ya muchos años que Montserrat Roig escribió Els catalans als camps nazis. Ahí estaba el testimonio de Joan Tarragó y cómo logró reunir una pequeña biblioteca con los libros que los presos franceses traían al campo. Leer es ser libres, decía el recién estrenado bibliotecario. Muchos años después, en El Vilosell, su pueblo, se inauguraría la Biblioteca La Clandestina en 2019. La memoria agradecida, la necesidad de que aquel tiempo no caiga en el olvido. Lo que dice Francesc-Marc Álvaro en el prólogo: «Este libro es una manera honesta, sutil y sabia de llenar el silencio».
Igual que yo mismo al empezar este relato, sacan los autores de Stendhal en Mauthausen los títulos de muchos libros y los nombres de quienes los escribieron. Me quedo con El dolor, de Marguerite Duras. Habla Llibert Tarragó del vacío a la salida de los campos. A Robert Antelme lo esperaba su mujer, la escritora Marguerite Duras: «A papá no lo esperaba nadie. Era su tercer castigo: guerra perdida, deportación, prolongación del exilio». Por cierto, si tienen ocasión lean La especie humana, del mismo Antelme. Los libros acompañaban el desasosiego en la escasa tranquilidad de los barracones, humanizaban los ratos de espera, construían comunidad en medio de ese aislamiento que provoca la falta de esperanza. De uno en uno no hubiera sobrevivido nadie. Lo dice muchas veces Joan Tarragó, comunista del PSUC y luego del PC francés. Gracias a ese compañerismo, él no fue sólo el número 4355 en Mauthausen: «A partir del momento en que atravesábamos el umbral de la puerta de entrada al campo dejábamos de ser considerados hombres, nos transformábamos en un número y perdíamos el nombre. A mí me dieron el número 4355». Tal vez por eso escribe los nombres de la lucha casi imposible dentro de los campos. Nada de cantos a los héroes, escriben el padre y el hijo: si ha de haber algún canto que sea a la resistencia. A los tres cautiverios que antes señalaba el hijo. Que nadie olvide el tiempo de la devastación.
No es fácil el relato del horror. Nunca lo ha sido. Pero ya son muchos los testimonios de que ese horror existió y que contarlo ayuda a restañar heridas, a que la oscuridad de aquellos años se convierta en la luminosa memoria que nos ayude a entender mejor lo que ahora mismo está pasando en casi todo el mundo: el regreso a las ideas que propiciaron el horror del holocausto. Y también a las nuevas formas de fascismo que fragilizan aún más el ya poco saludable estado de las democracias. Las palabras de Llibert Tarragó en este libro de lectura urgente y necesaria: «Para que nunca más puedan revivir los infiernos que representaron los campos de exterminio». Sí, para que nunca más vuelvan esos infiernos, ¿vale? Para que nunca más.
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