Rafa Lahuerta, escritor a su pesar

Tras ‘La balada del bar Torino’ y ‘Noruega’, el novelista vuelve a Mestalla con la ‘La promesa dels divendres’

Rafa Lahuerta.

Rafa Lahuerta.

Manuel Peris

Manuel Peris

Los domingos son muy antiguos. Los viernes, prometedores. No lo dice así Rafa Lahuerta, pero casi. De un tiempo a esta parte, está contando maravillosamente la València en la que nació hace medio siglo. Se encuentra pues en «la flor de la vida» como diría el escribidor de la tía Julia de Vargas Llosa. La cincuentena, la edad en que murió su padre. Fue una larga enfermedad. Años de pasión por el Valencia CF y por el hijo, primero niño futbolero y luego huérfano que prolonga en las gradas más forofas el amor desmedido por un padre desaparecido cuando más lo necesitaba. Un padre a quien quiso hacer inmortal en una novela escrita con el hígado.

Para Lahuerta, la escritura es un empeño por resucitar ausencias, sobre todo la del padre, pero también la de los amores perdidos. Después de su travesía por la «Valencia fluvial» que en Noruega (Drassana, 2020) recorre la ciudad, ahora, con La promesa dels divendres (Drassana, 2024), vuelve a Mestalla. No tanto al campo de fútbol de La balada del bar Torino (Drassana, 2014), unas memorias hipertensas donde desvela los misterios de la militancia futbolera, sino al bar Mestalla donde conoce a su primer amor.

«Follar és molt més recomanable que plorar», sentencia cuando pierde a su amada y se consuela con su amiga. El relato emociona en muchos pasajes, pero tiene un momento absolutamente conmovedor, que no voy a destripar. Sólo diré que deja patente la sinceridad del texto y que hace que entren ganas de volver a leer Noruega. En cualquier caso, La promesa dels divendres no es una nota a pie de página de Noruega, como con pudor dice el autor. No. Es un ajuste de cuentas consigo mismo que ilumina esa gran novela y que permitirá contextualizar las que vendrán después.

Todo el relato está salpicado por las dudas sobre la propia escritura. Se pregunta si no escribe por el veneno de la vanidad. Reconoce que no pretende a la verdad, que aspira a la novela. Que quería y no quería escribir esta historia y que si llega a donde tiene que llegar, se quedará desnudo. Algo que no es agradable para un hombre tortuga como él. A medida que el relato va tomando cuerpo, duda sobre la conveniencia de su publicación. Sabe que con Noruega no se ha «resarcido» del todo y que ahora entra en otro territorio literario, la confesión. Y vuelve a preguntarse ¿por qué publicar, ¿por qué caer en la rueda del exhibicionismo? Luego confiesa que para que la redención tenga efecto debe novelar València sacándola de la lógica histórica y mercantil para «convertirla en un espacio literario que transforme el plano en una nueva cartografía mental». Pero le vuelven las dudas de por qué ha escrito una novela como Noruega y se pregunta quién es en realidad y a qué juega. Finalmente reconoce que está haciendo un ejercicio de resistencia y de reeducación, purgando por escrito sus debilidades porque solo la literatura le ha ofrecido serenidad y consuelo.

Rafa Lahuerta ya no es un ultra del fútbol, ni un panadero, ni un dependiente de comercio. Por más que lo diga, ya no es un hombre tortuga porque, precisamente a través de este texto, rompedor de tantos silencios, ha alcanzado su redención personal. La suya es una narración generosa, lejos del rencor, que para él es la memoria de los tontos. El tiempo cura los rasguños, pero no las heridas, cantó en La balada… La literatura sí tiene un poder sanador y él lo reconoce ahora. Creyó haber escrito ese primer libro para no tener que escribir otros y sin embargo, ya ha publicado dos más. Ha sido inoculado por el veneno de la literatura y, posiblemente a pesar suyo, se ha consolidado como escritor, lo que no deja de ser una forma de ser ventrílocuo, su vocación infantil. Rafa Lahuerta, escritor, gran escritor, a su pesar.

P.S. Me acerco a la presentación del libro en el Aula de narrativas de la Universitat de València. Allí, en el edificio de la Nau, se muestra inquieto a pesar de estar arropado por decenas de incondicionales. Insiste en que a él lo que le gustaría es retirarse y ser sólo un lector. Poco después, uno de sus editores le pregunta si teme no tener ya nada que contar. Abre los ojos y lo niega: «no, sólo he hablado de los primeros veinte años de mi vida». Sus lectores respiran felices.

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