Las viejas palabras
No hay ninguna duda de que en España se escribe más, infinitamente más, de lo que se lee
Desde hace siglos nos venimos preguntando sobre cómo triunfar en el mundo de la literatura. No me refiero a tener éxito, sino a cómo alcanzar un rigor literario que no avergüence a quien escribe. Tampoco a quien lee. Porque hay veces en que se dan juntas las dos vergüenzas. Bueno, no sé si quien escribe se siente en alguna ocasión más o menos ridículo al adentrarse en la lectura de sus propios textos. Creo que no. Creo que de lo último de lo que nos enteramos es de si lo que hemos escrito vale la pena o merece un sitio de honor en el Guinness más indiscutible de la imbecilidad. Se lo dice -con buenas maneras, eso sí- el poeta Rilke a un joven que también quiere ser poeta. Que se mire por dentro, que no se engañe a sí mismo, que aprenda de otros libros. Y que luego, escriba. O se haga militar. O que haga con su vida lo que quiera. Ah, y le da el mejor consejo que he leído nunca a quien acaba de escribir un poema: «No se le ocurra preguntar a nadie si son buenos versos». Y eso sirve también para cualquier otra escritura. Porque si te contestan que lo que has escrito es una castaña te convertirás en una caldera donde hierve el odio a fuego lento en lo que te queda de vida. ¿O no?
Abundan más que nunca lo que podríamos llamar Talleres de Escritura. Incluso hay Clubs de Lectura en los que en realidad se juntan más aspiraciones a escribir que a leer. No hay ninguna duda de que en España se escribe más, infinitamente más, de lo que se lee. Y como antes decía de los consejos de Rilke, el mejor aprendizaje está en los libros que hemos leído antes de ponernos a escribir la primera línea de nuestra vida. Más que en manuales académicos, más que en las reseñas que alaban o condenan aquello que escribimos, más que en ningún otro sitio, descubriremos la mejor manera de escribir bien leyendo a quienes han escrito antes que nosotros. Miren esto que saco de la introducción que hace Jofre Casanovas al libro El arte de la escritura: «Homero pedía a las musas inspiración. Sin embargo qué suerte tenemos nosotros de poderle pedir inspiración a Woolf, Rilke, Twain, Lovecraft y tantos otros escritores y escritoras». Y eso son las atinadas páginas, estructuralmente bien dispuestas, de este libro: testimonios de quienes llegaron a la literatura para formar parte de su historia más perdurable. Desde Louisa May Alcott a Virginia Woolf, pasando por Walter Benjamin, Henry James, Allan Poe y otros nombres igual de imprescindibles a la hora de buscar una clase magistral para alcanzar un nivel de escritura que nos emocione sin trampas ni cartonajes falsos.
No se trata de sesudos textos que echen para atrás a quien busca con humildad una puerta abierta a la escritura. Al revés: la selección de Casanovas es de las que se agradecen no saben ustedes cuánto. Hablo de memoria, pero cómo olvidar el consejo de Jack London: «No deje su trabajo para escribir a menos que nadie dependa de usted». O el elogio de la brevedad cuando Poe prefiere el relato breve o el poema sobre la narración más extensa: leer lo que podamos acabar en una hora u hora y media. La explosión emocional lograda en ese tiempo de lectura. La magistral recurrencia -¡y cómo la explica!- al estribillo en El Cuervo. Si el pobre levantara la cabeza y viera cómo el mercado impone ahora los tochos de mil páginas seguro que pensaría que había sufrido un ataque de sus habituales delirium tremens. Creo que entre todos los testimonios me quedo con el de Marck Twain. Para partirse de la risa. ¡Como pone a Fenimore Cooper! Esos críticos que se las dan de crueles podrían aprenderse de memoria lo que escribe Twain del autor de El último mohicano. La ironía, el descacharre total, la minuciosa dosis de arsénico que mata sin compasión la escritura de la víctima de sus invectivas: «El arte de Cooper tiene algunos defectos. En tan solo una parte de El cazador de ciervos, y en el restringido espacio de dos tercios de página, Cooper ha logrado 114 ofensas contra el arte literario de las 115 posibles. Bate el récord». Y eso es sólo una pequeña muestra de sus geniales ocurrencias. Miren este consejo, que también vulnera el pobre Fenimore: «Use la palabra correcta, no su prima segunda». Lo que les digo: descacharre total, lleno de sabiduría y mala leche. No se me borra, tampoco, lo que recomienda Henry David Thoreau contra la propensión literaria a vagar por las alturas ensoñadoras: a la hora de escribir, «no te alejes mucho tiempo de la tierra».
El éxito en el mundo de la literatura no puede ser fruto de la victoria en un juego de trileros. Los testimonios que encontramos en El arte de la escritura pueden servir de guía en el camino hacia el único éxito posible: la decencia, el no tener que avergonzarnos de lo que escribimos, tampoco de lo que leemos. Las palabras de Virginia Woolf que culminan el libro: «¿Cómo podemos combinar las viejas palabras en órdenes nuevos para que sobrevivan, para que creen belleza, para que digan la verdad? Esa es la cuestión». Poco que añadir a esa interrogadora, imperativa certidumbre. Poco que añadir. O nada.
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