La madurez

Carlos Marzal

Carlos Marzal

De chiquillo, oía hablar mucho de la madurez a las personas supuestamente maduras.

Hablaban de ella como quien cuenta sus expediciones a un país que todavía no estaba dibujado en el mapa antes de que ellos lo descubriesen, como sucedía a finales del siglo XIX y comienzos del XX, por ejemplo, con algunos lugares del África remota. Alcanzar la madurez: descubrir las fuentes del Nilo. Alcanzar la madurez: llegar al polo Norte. Alcanzar la madurez: dar con tribus amazónicas que jamás hubiesen tenido contacto con la civilización. Para mí, los adultos maduros que peroraban acerca de la madurez eran como los grandes exploradores: como Sir Richard Burton, como John Speke, como Amundsen y Scott. Mi tíos, los padres de mis amigos, los profesores del cole, los curas dominicos: todos ellos formaban una secreta e invisible Royal Geographical Society.

Me imaginaba la madurez -creo-, en mis descabaladas cábalas adolescentes, como un lugar de llegada: el Lugar. Después de una travesía accidentada y salvaje (la niñez, la adolescencia, la juventud), uno atracaba en la madurez como quien daba con una isla paradísiaca, llena de cocoteros mecidos por el viento e indígenas deslumbrantes, educadas en una suerte de amor libre que no necesitaba haber oído hablar del amor libre, y dispuestas a complacer al viajero fatigado con sus sonrisas, sus artes corporales y sus coronas de flores con las que coronaban al recién llegado.

Allí, en la madurez, las cosas estarían claras claritas: se acabaron las dudas existenciales, adiós a los problemas mundanos. La madurez: el hotel de cinco estrellas de la vida propia.

Yo miraba a los maduros con una envidia impaciente. Quería estar en el secreto, en el ajo, ser uno más de la Orden del Mérito. Soñaba con que llegase el día en que me miraran como a un igual. Dejaría de ser Carlitos, para convertirme de manera definitiva en Carlos, o incluso en don Carlos, un tratamiento que, por entonces, me parecía respetable.

Pero lo cierto es que, una vez llegado a la edad madura -por llamarla de algún modo- uno descubre que la madurez no es otra cosa que la fábula de algunos hombres maduros para hacerse los interesantes cuando ya nos les ocurre nada de interés.

La verdad es que la vida sucedía mientras no sabíamos que estaba sucediendo. Durante la niñez, la adolescencia, la juventud: lo que viene más tarde consiste en una involuntaria degeneración, a la que no le queda otro recurso que darse mucho pisto. No conviene decir que el cofre del tesoro está vacío, o lleno de piedras, o que contiene el esqueleto del que lo enterró.

La madurez, pura pendejada.

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