La vida en una canción

La vida en una canción / Levante-EMV
El local está situado en la esquina de la calle 112 con Broadway, en Nueva York. Es un sitio modesto y barato, una cafetería de barra larga y sillas giratorias con el típico letrero americano de luces de neón. La chica es flacucha, pelirroja, estudiante de Literatura inglesa en el cercano Barnard College. Pide un café en la barra, hojea el periódico y lee la noticia del fallecimiento de un actor que no conoce. Pasa la página y se entretiene con el horóscopo… Luego, como hemos hecho todos alguna vez, se pone a escribir en una servilleta de papel unos versos al azar. Nada del otro mundo. Ninguna reflexión filosófica, ni revolucionaria, ni profunda que vaya a cambiar el mundo. Sólo una serie de cosas mínimas que suceden a su alrededor: el camarero le ha servido una taza demasiado corta de café. Una clienta entra sacudiendo el paraguas. En la calle una mujer se mira en el escaparate arreglándose las medias. De pronto una ráfaga con el repiqueteo de las campanas de una iglesia se cuela por la puerta cuando alguien entra…. Es tan solo un retrato de una mañana lluviosa cualquiera en un bar cualquiera en Nueva York.
I am sitting in the morning/ at the diner on the corner/I am waiting at the counter/ for the man to pour the coffee/ And he fills it only halfway,/and before I even argue/He is looking out the window /at somebody coming in…
Quizá sea el año 1983 o 1984. El local se llama Tom’s diner, La chica naturalmente es Suzzane Vega y los versos habrán de convertirse poco después en una de las canciones más emocionantes de la década. En la versión original la cantante folk inicia el canturreo a capela con un estribillo «du du duru, du du duru…». Seguro que lo recuerdan.
A miles de kilómetros de distancia, en Madrid, una joven periodista, fascinada por la canción, elige esa sintonía para su programa de entrevistas en la emisora Radio Cadena Española. Ella todavía no lo sabe. Pero le faltan sólo tres años para conocer al hombre de su vida con el que acabará viviendo en el Nueva York de la canción, a escasos metros del Tom’s diner.
Lo cuenta la escritora Elvira Lindo en Noches sin dormir, un libro delicioso, que se lee de una sentada, en el que habla de su último invierno en Nueva York – uno de los más crudos que se recuerdan- del oficio de escribir, de la extrañeza de la vida, del frío extremo en esas fantasmales nevadas neoyorkinas, y también del placer del aire helado en la cara a primera hora de la mañana, antes de desayunar, en pijama y botas de nieve.
Hay libros que están cosidos por un hilo invisible, con puntadas tan finas que casi parecen inventadas, pero no son fruto de la fantasía con la que a veces a los escritores les gusta adornar sus historias, sino que respiran verdad y eso el lector lo sabe sin ningún género de dudas. Nueva York es una ciudad que se presta a los cruces de caminos.
Fue el escritor Paul Auster quien mejor relató la corriente fabulosa del azar que emana de sus calles cuando decidió convertirse en un cazador de coincidencias. La primera de esas casualidades fue descubrir que el libro extranjero que más le había maravillado cuando era sólo un estudiante de secundaria, se había escrito en el mismo edificio en el que vivían sus abuelos, en el 240 de Central Park South, en Manhattan. Allí, en el cuarto donde su abuelo le hacía trucos de magia de pequeño y él se asomaba a la ventana para ver el hormigueo del tráfico, transcurrían algunos de los mejores recuerdos de su infancia. Exactamente en el mismo viejo bloque de apartamentos en el que, algunos años antes, un escritor europeo tecleaba en una maquina de escribir una historia fascinante que lo había cautivado. El relato iba sobre un aviador varado en el desierto que se encuentra con un misterioso niño extraterrestre que le pide que le dibuje un cordero.… Fue entonces cuando Paul Auster descubrió algo que muy pocas personas saben: que El Principito, el más francés de todos los libros franceses, se escribió en realidad en Nueva York -donde Antoine de Saint-Exupèry estuvo alojado cuando Francia fue ocupada por los nazis- en el mismo viejo edificio que se halla en la esquina de Columbus Circus en el que su madre había vivido de niña sin tener ni idea de quién era el vecino de al lado. Y así encontró la música de la casualidad, ese levísimo tintineo de campanillas, el camino de los encuentros fortuitos que se convierten en destino y algunas veces, muy pocas, también en literatura.
Durante el último invierno en que Elvira Lindo no podía dormir, iba una vez por semana a clase de yoga a un gimnasio un poco destartalado del Upper West Side. Uno de esos días de pronto repara en la mujer que está en la colchoneta de al lado, con el pelo recogido en una coleta. Pelirroja, piel pecosa. Siente un ligero tintineo de cascabeles, aunque piensa que no puede ser quien ella cree que es, claro. Sería demasiada coincidencia. Imposible. Pero el caso es que se parece bastante. Al acabar la clase, mientras colocan las mantas rústicas en el estante, se acerca a ella de puntillas, ya segura de que no son imaginaciones suyas, y mientras va tarareando en su cabeza el famoso estribillo, le dice en un susurro: «¿Sabes? me encanta tu música». Y las dos se miran y sonríen.
Todo en voz muy baja. Sólo eso.
«Du-du- duru, du-du-duru…».
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