El nombre que fuimos
La historia de unas almas en pena que vagan en busca de sus dolorosos recuerdos de Park Kun-woong, que sigue con el efecto del trauma de la guerra entre las dos Coreas

Las personas de los apartamentos dorados / Postdata
Álvaro Pons / Noelia Ibarra
La primera sensación que se desprende tras la lectura de las primeras páginas de Las personas de los apartamentos dorados, de Park Kun-Woong (traducción de Alba Verea, Tengu Ediciones) es sumergirse en un misterio heredero de esa estructura televisiva reincidente del grupo de personas perdidos en un ignoto lugar del que pretenden escapar. Resulta imposible no pensar en la famosa creación de Abrams y Lindelof, sin embargo, la inquietante atmósfera creada por el autor coreano con ese grupo de personas habitando unos apartamentos de los que no pueden salir remite mucho más al original de Buñuel y su ángel exterminador e indica que la extrañeza no funcionará como mero mecanismo de reiteración para captar la atención del lector, sino como herramienta para la reflexión.
Añadan a la ecuación más intriga, pues ninguno de los vecinos recuerda su pasado ni su presente, obligados a un eterno retorno. Kun-Woong dibuja a sus personajes como siluetas en negro, con reminiscencias del teatro de sombras profundamente arraigado en la tradición asiática, pero también conecta con la fuerza que genera la masa de tinta en la narración dibujada, como ya demostraron Frans Masereel u Otto Nückle con la potencia de sus grabados en madera. Un ambiente fantasmagórico a través del que la narración plantea cada vez más interrogantes hasta un final que podría ser un cierre perfecto, pero que para sorpresa del lector, abre la puerta a un nuevo relato.
Frente al enigma fantástico de la primera parte del libro, asistiremos a un relato histórico en el que el estilo de teatro de sombras es abandonado por una iluminación naturalista que nos recuerda que asistimos a la realidad documentada de un momento traumático en la historia de Corea. Tras unos momentos de confusión inicial en los que nos preguntamos por la historia previa que hemos abandonado y su continuidad, la fantasía y la realidad comienzan a tejer sus relaciones para que la primera actúe como un catálogo de metáforas que nos obligan a abordar la lectura de la segunda desde una reflexión inesperada que desemboca en el camino de la construcción de la memoria colectiva a través del recuerdo personal, de la identidad individual. Pero también de cómo las sociedades crean su historia oficial y cómo los estados han intentado reescribirla desde el olvido de sus protagonistas, abriendo fisuras sociales imposibles de resolver.
Ese orden establecido que se erige desde el silencio del pasado incómodo, que persigue atrapar al individuo en una rueda de hámster de imposible huida, en un ciclo eterno sin cuestionamiento alguno, porque la ausencia de recuerdos propios anestesia la reflexión, como bien recordaba Huxley. Ku-Woong juega con habilidad ese contraste entre la sombra y la luz focalizada en esa amnesia del propio nombre, esa palabra que no solo nos identifica, sino que nos da una origen, linaje e identidad.
El duelo entre lo imaginado y lo real no responde a una fórmula de repetición didáctica, ya que el relato fidedigno de lo ocurrido constituye una denuncia que despierta en el lector la empatía emocional desde el rechazo a la tragedia y la solidaridad con las víctimas. Esa imagen espejada desde esa oscuridad espectral, reminiscencia de James, inaugura una necesaria reflexión en torno a los culpables, que obliga a ser consciente de la miseria de la respuesta humana, cobarde ante el dolor de congéneres reducidos a simples daños colaterales sin nombre, a números sin identidad.
La contundente obra de Kun-Woong constituye una mirada diferente a la memoria histórica, que nos atrapa desde la ficción a un espacio de pensamiento crítico esencial, que trasciende la conformidad de la lectura desde el sofá para exigir un posicionamiento ético y vital. Una obra para leer y releer.
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