A la sombra de grandes estrellas

Circe publica las biografías de Maria Schneider, protagonista desdichada y valiente de ‘El último tango en París’, y de Oona O’Neill, la esposa de Charles Chaplin

Maria Schneider y Oona Chaplin

Maria Schneider y Oona Chaplin / Pablo García

El retorno de Circe a primera línea editorial incorpora a su extenso catálogo de biografías dos vinculadas al cine de forma muy distinta, que no distante: la de Oona O’Neill (Warwick, 1925-Corsier-sur-Vevey, 1991), la esposa del genio que se sacó del bombín a Charlot, y la de Maria Schneider (París, 1952-2011), actriz a la que persiguió siempre la música funesta de El último tango en París.

Sin posibilidad de escape. Encasillada de por vida. Mi prima, Maria Schneider, escrita por la periodista y novelista Vanessa Schneider (Puteaux, Francia, 1969) indaga con extremada sensibilidad en las heridas abiertas por un título mítico encadenado al revuelo de una escena («la de la mantequilla») que hizo de Maria, siendo menor, un icono sexual sin quererlo. Pasaron muchos años antes de que se supiera que había sido forzada y engañada por el director Bernardo Bertolucci, sin que Marlon Brando hiciera nada para evitarlo. Es un libro triste pero también lleno de coraje y humor. La vida de Schneider está atravesada por las heridas de una familia contaminada por las drogas, la locura, el suicidio y las tormentas imperfectas. Se (des)integran en un contexto –los 70– temerario, salvaje y de contradictorios compromisos políticos. Su prima convierte la memoria dolorida y peleona de un juguete roto en un viaje intenso por Londres, París, California, Nueva York y Brasil, escenarios donde el carisma maltrecho de la actriz convive con personajes (para bien o para mal) como Alain Delon, Brigitte Bardot, Patti Smith, Michelangelo Antonioni y Bertolucci.

Escribe la autora en segunda persona, lo que convierte las páginas en una especie de diálogo. Su prima (le) cuenta su historia sin aspavientos ni moralinas, con afecto y rigor. Una crónica del desamparo y la impotencia: nadie le hizo caso cuando intentó dar su versión de los hechos. Hoy sería distinto, pero ya es demasiado tarde. Y, sin embargo, la actriz pensaba algo que desconcierta sobre sí misma: «He tenido una vida bonita».

«Tenías 58 años cuando nos dejaste. Como suele decirse, no es edad para morir». Así arranca el viaje. «Aunque, para ser sinceros, nunca pensamos que llegarías a cumplirlos. Eres parte de esa gente de la que uno piensa, al enterarse de su muerte, que la creía desaparecida hace tiempo, de tanto como parece pertenecer a un pasado lejano». En esos primeros días de febrero de 2011, volvió a ser noticia con las etiquetas de rigor: «La niña perdida del cine», «el destino trágico», «la actriz provocadora». Carrera rota, mantequilla, sexo y droga, la crueldad del cine y las ciénagas tóxicas de los años 70. Sin embargo, matiza la autora, «nadie comenta que te fuiste brindando con champán, tu bebida favorita, y la mía, la que hace olvidar las heridas de la infancia y nimba de alegría las grietas íntimas de las almas demasiado sensibles. Te fuiste entre risas y burbujas, rodeada por las sonrisas radiantes de quienes te queríamos. De pie, con la cabeza bien alta, algo achispada. Con estilo».

Su prima lo guardaba todo en una carpeta roja. La carpeta roja que acogía fotos, recortes de prensa. Un sudario de tiempos pasados. Una imagen que explica muchas cosas: la foto más antigua muestra a una niña de 12 años, «pareces no saber quién eres. No tienes padre. Tu madre te quiere poco y mal, muestras la expresión inquieta de los niños que presienten que el camino de la vida estará lleno de piedras afiladas».

Y tanto. Tan afiladas como el rodaje de El último tango en París, esa cinta por la que siempre le preguntaban y de la que ella prefería no hablar. Su primer encuentro con Brando fue en el puente de Passy: «Sonríes al darte cuenta de que lleva alzas. No es muy alto, deberías poder lidiar con él, piensas. Tú no te asustas fácilmente. Para que vayas cogiendo confianza, Bertolucci ha decidido que ruedes primero las escenas con Jean-Pierre Léaud, el actor fetiche de Godard y de Truffaut, que interpreta el papel de tu joven novio. No quiere ponerte directamente frente al monstruo, teme que te sientas intimidada. Brando también lo está, contra todo pronóstico. Tras su mandíbula cuadrada y su voz demasiado grave, percibes una dulzura infantil. Intenta que te sientas cómoda». Siempre lo recordará como un hombre «íntegro y riguroso». Bertolucci, por el contrario, la trata con desdén y la obliga a trabajar 14 horas diarias: «No eres nada, yo te he descubierto, que te den por saco».

La escena de la mantequilla es devastadora: «Sales del rodaje destrozada. Sabes muy bien que esa toma te marcará para siempre, como un tatuaje fallido que uno se pasa la vida tratando de ocultar. Poco importa que la sodomía fuera simulada, te sientes violada, mancillada. Aún no sabes que podrías haber evitado que esa secuencia no escrita figurase en el montaje de la película. Podrías haber recurrido a un abogado, haber atacado al productor, haber obligado a Bertolucci a suprimirla. Eres joven, estás sola y mal aconsejada. No sabes nada del mundo del cine, de sus reglas ni de sus leyes. Eres la víctima perfecta». Esa escena fue un lastre perpetuo. Chistes, cuchicheos, bromas pesadas. Humillaciones. Cierto feminismo la ataca sin piedad. Escupitajos en la calle. Se lo toma con humor. Se burla de todos. De todo. Las celebridades (Jack Nicholson, Antonioni...) no la impresionan. Fugas, escondites, la enfermedad. El champán para brindar por la última despedida, y a El último tango en París que le den por saco, que diría Bertolucci.

Oona O’Neill llevaba un lastre por apellido. Su padre era el dramaturgo y premio Nobel de Literatura Eugene O’Neill, un genio como literato y un desastre como padre, y la abandonó cuando solo tenía 2 años. Una huida con severas consecuencias para una madre acorralada por la depresión y el alcohol, y para unos hermanos que decidirían suicidarse. Oona fue una superviviente. Deseaba ser actriz. Con todas sus fuerzas. Fue asidua de los ambientes bohemios de Nueva York, Orson Welles le leyó la mano, fascinó a Truman Capote con su humor y carisma, y J. D. Salinger, antes de convertirse en mito, la amó. Pero no se lo dijo a tiempo y Oona se casó con otro genio: Charles Chaplin. Les separaban 36 años. Tuvieron ocho hijos y se exiliaron en Suiza por las acusaciones durante la caza de brujas en Hollywood. No era sencillo vivir con Chaplin, pero el matrimonio funcionaba. Cuando él murió, buscó en el alcohol un remedio para la tristeza, amada y acompañada siempre por sus hijos y nietos.

Jane Scovell (Brockton, EEUU, 1934) aborda con precisión y sagacidad esa figura compleja y fascinante que renunció a una carrera para dedicarse en cuerpo y alma a Chaplin en Una vida en la sombra. Superados los seis meses de rigor que «se le pronosticaban a un matrimonio de edades tan disímiles, desmintieron a los escépticos siguiendo juntos, criando a ocho hijos y gozando, según ellos mismos, de la mayor de las felicidades. Fue un matrimonio expuesto a duras pruebas, como la demanda por paternidad de la que, coincidiendo con la boda, fue objeto el novio, y los años de zozobra de la caza de brujas contra el comunismo, pero el auténtico peligro siempre fue otro: el tiempo. Separados nada menos que por tres décadas y media, ninguno de los dos podía detener el curso de los días».

Chaplin no envejeció bien. «Sus últimos 10 años fueron un duro ocaso en el que Oona no dejó de cuidarlo y protegerlo ni un momento hasta el final. Para una mujer de apenas cuarenta años no debió de ser fácil pisar el freno y adaptar el ritmo de su vida al de un anciano, pero siempre se mantuvo a su lado, y a quienes se extrañaban de su abnegación les decía: ‘Estuvo cuando le necesitaba, y ahora tengo que estar yo’». Gratitud y gallardía ante todo.

Matiza la autora que «aunque haya quedado encasillada como figurante en las vidas de un padre ilustre y un marido famoso, Oona O’Neill Chaplin tenía su propia historia, tan compleja como sugestiva». De ello da fe una obra que es, ante todo, el testimonio de un amor sin fisuras, un amor de leyenda.

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