Anatomía de un instante
Juan Gabriel Vásquez intenta averiguar por qué la artista Feliza Bursztyn «murió de tristeza» en ‘Los nombres de Feliza’

Juan Gabriel Vásquez / Levante-EMV
Ricardo Baixeras
Cuando en 1996, con 23 años, Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) leyó lo que Gabriel García Márquez escribió en una columna el 20 de enero de 1982, «La escultora Feliza Bursztyn, exiliada en Francia, se murió de tristeza a las 10.15 de la noche del pasado viernes 8 de enero, en un restaurante en París», no se preguntó «por qué estaba exiliada, por qué en Francia y por qué García Márquez sabía tantas cosas sobre ella». No. Se preguntó «por qué estaba triste Feliza, y por qué lo estaba tanto que se murió». Aquellas preguntas se pueden contestar acudiendo a los entresijos de la historia colombiana; esta, la pregunta que atraviesa la tristeza mayúscula y mortuoria de Bursztyn, solo cabe tratar de contestarla con una novela, buscando comprender en toda su complejidad ese punto ciego –Javier Cercas dixit– y que, a posteriori, puede arrojar luz –o más oscuridad– sobre una vida. Corolario: si Vásquez entrevé la grieta, la anatomía del instante mismo de la muerte de la escultora, «la libertina que rompe familias, la estafadora que hace pasar chatarra por arte», entonces podrá rescatar del olvido la naturaleza no de unos hechos que ya no importan porque se pueden explicar, sino de unas emociones que sostuvieron una vida azarosa que se quiere fijar como definitiva a través de la ficción para que aquello que ocurrió ocurra definitivamente, como decía Javier Marías cuando se refería al poder que tienen las novelas. Para «encerrarla en prosa, como dice el poema de Emily Dickinson», afirma el narrador.
Otra vez en Vásquez el inicio de una novela a través del periodismo, primero, y después, del archivo, del peso omnívoro de la documentación histórica como andamiaje. Para acabar diciendo que solo la estética caleidoscópica de esta obra podrá dar cuenta de una vida que quiere ser conjeturada así: «imaginándola [...] como si tuviera que esculpirla en barro». Una estética que ha de convivir con las fuerzas centrípetas de unos escenarios (Colombia, París, Israel, Texas y los de la Revolución cubana) que le sirven como marco de una narración que es tanto la vida privada de una artista enfrentándose a esas fuerzas como esas fuerzas engullendo la vida privada de un personaje rompiendo «todas las reglas conocidas» como «la única manera de volver a ser dueña de sí misma».
Los nombres de Feliza se inicia con la onettiana «vida breve» de la escultora y con la lapidaria frase de Gabo que se convirtió en el detonante de los demonios que han perseguido a Vásquez durante 27 años. Y todas las tramas que revolotean en torno al personaje (la vida cultural en una Colombia efervescente y convulsa a la par, con 300.000 muertos encima de la mesa, y la de un París como cuna de lo artístico) emergen de una vida que busca llevarnos hacia las dos últimas páginas dibujando con la máxima amplitud posible el centro neurálgico del libro: por qué murió de tristeza. Vásquez ha perpetrado un texto en el que los aires de la historia arrasan a una mujer que quiso ir más allá de sí misma, que se exilió, que luchó contra viento y marea y que se enfrentó al fracaso vital y social. Y lo ha hecho con un texto que no resuelve definitivamente la biografía de Feliza Bursztyn, sino que la expande hacia oscuridades más certeras.
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