Ella
Durante casi dos años tuve a María Casares y Albert Camus instalados en casa, en el cuartito de invitados, pero acaban de largarse a vivir la vida por su cuenta

María Casares / Roger Violett / Cordon Press

Ponerse frente a ella era como hacerlo ante una ola muy hinchada justo en el momento de reventar. Así entró en mi vida, como un vendaval. Había algo en su actitud que explicaba muchas cosas. Era impaciente, orgullosa, terca, con un carácter de mil demonios.
Durante muchos meses me dediqué a seguirle el rastro. Necesitaba saberlo todo: la talla de sus zapatos, su manera de preparar los espaguetis, de leer los periódicos, de dejar el abrigo colgado en el perchero de cualquier manera al llegar a casa. Tenía los ojos verdes, los huesos gráciles como las ninfas de las fuentes romanas, la voz insólitamente grave para una persona tan joven. Conseguí meterme en el núcleo original de sus miedos infantiles, cuando no era más que una cría a la que le gustaban las historias de terror sobre la Santa Compaña que le contaba una costurera de Cambre que iba a bordar a su casa. Sé cómo cruzó la frontera francesa con su madre después se golpe de estado de 1936, con sólo trece años. Entré a saco en sus emociones más íntimas sin el menor miramiento. Sé a quién odió. Sé a quién amó por encima de todas las cosas.
Al hombre de su vida, Albert Camus, lo conoció cuando acababa de cumplir 21 años. París estaba ocupado por los nazis. Pasaron la primera noche juntos el 6 de junio de 1944. Mientras 15.000 paracaidistas americanos caían del cielo sobre las playas de Normandía, ellos se enamoraban. Muy casablanquero, ya lo sé. Pero ocurrió así. Tal cual. De madrugada, los despertó un ligero resplandor sobre los tejados de pizarra. Ella se echó algo por los hombros. Se apoyaron uno en el otro. No había café. Él le preparó una taza de chocolate caliente. Echó una cucharada en polvo y después vertió directamente el agua caliente del grifo. La mañana que iba a cambiar el mundo.
Sé lo qué pensaba de la vida, del tiempo, de los hombres. La perseguí, la psicoanalicé, la interrogué, la acosé a preguntas acerca de cuándo, de cómo, de por qué. Pasé con ella horas, meses, intentando comprender. Y comprendí. Llegué a conocerla bien, creo. Mejor que a cualquier otro personaje de mis novelas. Al fin y al cabo, ella tenía una identidad propia, independiente de mí, una historia personal. Era real, una mujer de carne y hueso.
Para María Casares el teatro lo significaba todo. Era su verdadera patria. De niña recitaba a Shakespeare a pleno pulmón en la playa de Bastiagueiro en A Coruña. Ese era su mundo. En Francia lo tuvo difícil. Necesitaba mejorar su francés y adaptarse a una tradición teatral muy diferente. «Nunca pude imaginar la enorme distancia que existe entre el teatro francés y el español, cuyo espíritu me corre irremediablemente por las venas», explicaba en 1964 al diario ABC.
Cuando realizó esas declaraciones, era ya una actriz consagrada en todo el mundo. Antes tuvo que superar los prejuicios de profesores, críticos teatrales y un público exigente que al principio consideraba que tenía «demasiado acento» que era «demasiado joven», «demasiado salvaje», «demasiado extranjera». Pulió su francés hasta conseguir que su tono gallego fuera casi imperceptible. Desarrolló un estilo propio. Potenció su voz ronca, a lo Lauren Bacall, a pesar de que sus profesores le aconsejaban dulcificarla. La cabezonería era otro rasgo de su personalidad. Cuando quería, podía ser una borde de mucho cuidado. Y fue precisamente en el teatro donde su vida se cruzó con la de Camus. Durante los ensayos de El malentendido, empezaron un idilio que se alargó más de 15 años en los que se escribieron 865 cartas.
Fue una historia complicada porque él estaba casado. María tuvo que aceptar vivir su relación al 75%, lo que significaba pasar separados muchas Navidades y fiestas familiares. Muchas Nocheviejas solitarias, escuchando Radio España, esperando las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol para poder tomarse las uvas, teniendo que soportar antes un discurso insufrible de Franco. Y luego, para volver a estar en paz con el mundo, a Édith Piaf cantando La vie en rose, su himno particular. Quince años juntos de esa manera.
Pero María Casares fue mucho más que la amante de Camus. Cuando se conocieron, ella era sólo una exiliada, pero tenía eso tan intangible que se llama «temperamento» e iba a convertirse en la gran musa del teatro y del cine francés. María Casaguès, así a la francesa, con acento en la e. En el cine trabajo con Coctau, con Marcel Carné, con Robert Breson… En el teatro representó obras clásicas y de Sartre, de Camus, de Genet, de Claudel, de Lorca. Fue Lady Macbeth, María Tudor, Medea, la condesa de San Severina, Yerma… Actuó en París, Londres, en todas las grandes capitales europeas. Triunfó en Nueva York, en Broadway, en Río de Janeiro, en Lima, en Buenos Aires. Ocupaba las portadas de las revistas. Era la musa del existencialismo francés. Recibió la Legión de Honor. Fue aclamada por la crítica como la nueva Sarah Bernhardt.
En España, sin embargo, durante años fue repudiada y silenciada por el régimen de Franco. Como muchos exiliados republicanos, juró no volver a poner un pie en su país mientras viviera el dictador y lo cumplió. No regresó hasta 1976, brevemente, para representar una obra de Rafael Alberti. Todavía hoy sigue siendo la gran desconocida.
Durante casi dos años los tuve a los dos instalados en casa, en el cuartito de invitados, pero acaban de largarse a vivir la vida por su cuenta. Creo que acabaron un poco hartos de tenerme pegada a sus talones. Les echaré de menos, claro. Pero no pasa nada. Es ley de vida. Volveremos a coincidir sin duda en los periódicos, en la radio, en las librerías... Y después veré cómo se alejan a la deriva, él con su famosa gabardina, ella con pantalones tobilleros y zapatillas de bailarina. Sin mirar atrás. Es lo que toca.
En 2022 el ayuntamiento de París le dio el nombre de María Casares a un puente sobre el canal de Saint-Martin, en el distrito diez de la ciudad. Un gesto bonito. A ella le encantaban los puentes. Entre sus deseos de Año Nuevo estaba volver a atravesar los puentes de París de madrugada con Albert picoteando un cestito de fresas, con aquella manera suya de andar juntos, dándose de vez en cuando un empujoncito en el hombro. No pudo ser porque tres días después, cuando iban a encontrarse, él hizo mutis por el foro. Pero tal vez pueda hacerlo en las páginas de un libro, o en una película, ¿quién sabe? o sobre las tablas de un escenario. Porque así es como se cruzan también los puentes entre la Historia y las novelas con el viento misterioso que las impulsa.
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