Los fantasmas que nos acompañan
‘Alimentar los fantasmas, de Tessa Hulls’ y ‘Después de medianoche’ son dos obras distintas que se dan la mano para conducir al lector a no tener miedo a la verdad

Alimentar a los fantasmas / Levante-EMV
Álvaro Pons
Miren esa esquina de la habitación, justo la que está alejada de la ventana, en la penumbra. Dejen que los ojos se acostumbren a la oscuridad y observen bien ese espacio que suponían vacío. Es posible que no vean nada más allá de la ausencia de luz, pero si ahora cierran los ojos, pequeños destellos nos devolverán la mirada, apuntándonos que la oscuridad está llena de los fantasmas de nuestra memoria. De esos recuerdos que vuelven siempre más allá de medianoche, en el territorio de los sueños. O quizás de los que no queremos que vuelvan porque nos asustan. Los fantasmas han pasado de nuestros recuerdos a la cultura popular como parte indispensable del género de terror, quizás porque preferíamos que la evocación no retornara/persistiera.
Pero dos obras que acaban de llegar a las librerías exploran precisamente ese espacio de la memoria que regresa para construir nuestra identidad. Alimentar los fantasmas, de Tessa Hulls (Reservoir Books, traducción de Juan Naranjo) y Después de medianoche, de Gaëlle Geniller (La Cúpula, traducción de Marina Borrás) parten de dos ideas aparentemente opuestas: la primera, un relato documental autobiográfico que recorre tres generaciones de mujeres que tuvieron que exiliarse de su China natal; la segunda, una ficción que transcurre en una mansión encantada mientras un padre espera con su hijo la vuelta de la madre. Dos estilos gráficos todavía más alejados: Hulls, un blanco y negro de trazo visceral que muchas veces traduce la rabia en un negro opresivo y Geniller, elegante, de cromatismo brillante y línea recta definida.
Pese a las diferencias obvias, resulta difícil no apuntar una lectura cruzada entre determinados detalles que conectan ambas obras y generan un apasionante diálogo, que nos obliga a abrir el abanico de reflexiones. Ambas creadoras optan por protagonistas artistas que encontrarán en la historia del linaje familiar una vía para comprender la propia identidad: guiarán la lectura desde la experiencia catártica, enfrentándose a esa losa que suponen los fantasmas de un pasado que obliga al exilio, o desde la imaginación desbordada en la que no es difícil encontrar trazas íntimas. Niños que ven más allá de las sombras esos mundos de recuerdos, abriendo las puertas a juegos simbólicos, en el caso de la autora estadounidense, desde la composición evocadora que retrata con metáforas visuales lo que el silencio autoimpuesto de su abuela no puede contar. La francesa usa los simbolismos como parte del relato, consiguiendo también comunicarse en los silencios de un niño incapaz de articular palabras. Imágenes que llegan donde el lenguaje humano no alcanza.
Tres generaciones en cada título que deben enfrentarse a los fantasmas que subyacen en su pasado familiar, para intentar descubrir si su presencia es malévola o sanadora, en una dramática lucha contra el olvido, impuesto o involuntario. Que indagan ya sea en la Historia o en la historia, con el propósito final del autodescubrimiento y cuya investigación desemboca en un diálogo que erige a las mujeres como eje de la narración oculta en las sombras, persiguiendo una libertad que quizás nos lleve a la certeza de que necesitamos apoyos, incluso, para alcanzar esa emancipación que nos separa del resto. Y, en ese punto, quizás ser conscientes de que los fantasmas necesitan hablar, a través de nuestra voz, para no terminar diluidos en el olvido.
Dos obras diferentes, pero que se dan la mano para conducir al lector a ese lugar donde los fantasmas de la memoria siguen esperándonos para recordarnos que, en un mañana no muy lejano, nosotros seremos los fantasmas. Que no hay que tener miedo a la verdad que esconden, como narran con maestría estas dos autoras.
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