reportaje

Privados de libertad pero no de creatividad

Numerosos son los escritores de renombre que en algún momento de sus vidas han acabado con los huesos en la cárcel por los más variados motivos: asesinato, robo, homosexualidad, escándalo público, ideales políticos... Para muchos, la prisión marcó el principio del fin –no solo de su producción literaria, también de su vida–, pero para otros supuso un espacio de creatividad, como señala Daria Galateria en su reciente libro ‘Condenados a escribir. Escritores entre rejas’.

Condenados a escribir

Condenados a escribir / Levante-EMV

Anna María Iglesia

València

Norman Mailer fue detenido en Nueva York, ciudad de la que quería ser alcalde. No terminó en prisión, a pesar de haber acuchillado a su mujer, Adele, en la espalda y a pocos centímetros del corazón. No era la primera vez que lo detenían y el calabozo no era un lugar ajeno para él, en parte por los relatos de algunos de sus amigos, como Allen Ginsberg, que, tiempo antes, había sido investigado por la policía por pertenecer a una banda de ladrones de pisos, y William Burroughs, que había sido detenido en 1951 por asesinar a su esposa Joan. El alcohol sirvió de atenuante y Burroughs fue acusado de homicidio no intencionado.

En la historia de la literatura, recuerda Daria Galateria (Roma, 1950) en las primeras páginas del libro Condenados a escribir. Escritores entre rejas, no son pocos los autores que han intentado, y en ocasiones han conseguido, quitarles la vida a sus amantes. Paul Verlaine disparó al joven Arthur Rimbaud con un revólver dejándole levemente herido; El agresor fue detenido y llevado a prisión, pero la primera acusación no fue la de intento de asesinato, sino la de mantener una relación homosexual. A diferencia de Rimbaud, Hélène sí perdió la vida. Su marido, el teórico marxista Louis Althusser, la estranguló. Era 1980 y entonces él tenía 62 años. Fue diagnosticado de bipolaridad y esquizofrenia, por lo que no entró en prisión y su caso estuvo rodeado de polémica, pues la derecha francesa acusó a la izquierda de defender a uno de sus intelectuales más reconocidos.

«Llego a la muerte por mal camino, subiendo una escalera». Esta fue la última frase que dijo Pierre François Lacenaire, condenado a la guillotina por un doble asesinato. «El criminal elegante», así llamaban a Lacenaire, hombre que entró y salió de la cárcel en varias ocasiones por robo y estafa y que sirvió a Fiódor Dostoievski como modelo para su Raskólnikov en Crimen y castigo. Y si hablamos de elegancia, no podemos olvidar a Xavier de Maistre, que acabó condenado a arresto domiciliario por batirse en duelo en Turín.

Motivos y actitudes

«Si uno empieza por permitirse un asesinato pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida y a la inobservancia del día del Señor, y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente», escribió Thomas de Quincey en Del asesinato considerado como una de las bellas artes. Tres frases que, en parte, resumen muchos de los motivos por los que, a lo largo de la historia, los escritores han terminado entre rejas. El asesinato es uno, señala Galateria, pero no el único. Lo vemos perfectamente a través de los capítulos que componen su ensayo, en el que la autora italiana reúne a autores distintos que, por una razón u otra, acabaron en la cárcel. Varios son los motivos como varias son las actitudes con las que los autores enfrentaron la prisión. «Es un modo de ponerme a prueba y, a decir verdad, no me incomoda demasiado», afirmó Prosper Mérimée poco antes de entrar en su celda, donde recibió las asiduas visitas de sus amigos y pasó el tiempo leyendo, escribiendo y estudiando ruso. La estancia en prisión para Giacomo Casanova no fue tan amable, pues estaba demasiado acostumbrado a la vida acomodada y ociosa. En las antípodas de Casanova está Goliarda Sapienza, encarcelada por robar joyas a una amiga, aunque el suyo fue un hurto por desesperación: desahuciada y sin apenas dinero en el bolsillo, Sapienza escribía con afán sin ese éxito que le llegó mucho tiempo después.

Si De Quincey resume en gran medida los distintos motivos detrás de las condenas a prisión de los escritores, Casanova los encarna: acusado de masonería, de actitud irrespetuosa hacia la religión y de estafa. Es tan cierto que el italiano estaba lejos de ser un ejemplo de honradez como que representaba actitudes desafiantes con la religión y la moral. En efecto, si muchas veces los escritores han tenido que enfrentarse a la justicia ha sido, precisamente, por incomodar con sus palabras y sus actos.

Burlones y amorales

Voltaire, cuenta Galateria, comenzó a tener problemas con la autoridad a raíz de unos poemas algo escabrosos donde narraba «los amores del duque con su propia hija, la duquesa de Berry». A Voltaire le gustaba la provocación. Su adaptación de Edipo, que tuvo un éxito enorme, volvió a causar revuelo no solo porque, a través de unos versos, hizo de nuevo referencia a las relaciones del regente, sino porque el texto y la puesta en escena son consideradas un ataque a la monarquía y al clero. De hecho, señala la autora del ensayo, los jesuitas apuntan contra Voltaire acusándole de que sus versos «propagan nefandos errores contra los ministros de los altares». En esa misma Francia de Voltaire, Denis Diderot fue también detenido, en su caso por haber escrito «una obra deísta, Pensamientos filosóficos; otra del todo obscena, Los dijes indiscretos (en la que son las vaginas las que hablan); otra priápica, El pájaro azul, y otra más de estilo sensualista, Carta sobre los ciegos». Años después, en 1856, Charles Baudelaire y Gustave Flaubert fueron llevados a juicio por publicar Las flores del mal y Madame Bovary, respectivamente. Ambos se libraron de la prisión; a Baudelaire, tras el pago de una multa, le obligaron a suprimir algunos de los poemas.

Los poemas de Baudelaire y el carácter infiel de la señora Bovary escandalizaban por amorales a la sociedad biempensante y burguesa de la época de la misma manera que escandalizó al padre de Alfred Douglas la relación que este mantenía con Oscar Wilde. Considerada como delito, la homosexualidad agravó la pena de cárcel de Verlaine y encerró a Wilde en la cárcel de Reading. Su juicio fue mediático. En los periódicos se publicaron viñetas de las distintas sesiones y Wilde se convirtió en objeto de comentarios, críticas y burlas. Poco en común tenía Jean Genet con Wilde. El francés entró varias veces en prisión acusado de robo, pero tampoco fueron pocas las veces que fue detenido acusado de sodomía y prostitución masculina. La homosexualidad, hasta bien entrado el siglo XX y aún hoy en algunos países, era un delito. En la Cuba castrista, Reinaldo Arenas fue perseguido y encarcelado por su condición homosexual.

«Mi obligación en tanto que escritor es luchar contra la censura, sea cual fuera ésta y bajo cualquier poder que se dé, así como apelar a la libertad de expresión», escribió Mijaíl Bulgákov, autor de El maestro y Margarita, en una carta remitida a Stalin, a quien solicitó desesperado el permiso para emigrar. Crítico con el régimen soviético, vio cómo se le desprestigiaba públicamente como escritor a través de reseñas y artículos y se le obligaba a guardar en los cajones muchos de sus textos. A diferencia de Bulgákov, que nunca llegó a entrar en prisión, Aleksandr Solzhenitsyn no solo conoció de primera mano la terrible realidad de los gulags –la narraría y la daría conocer al mundo en Archipiélago Gulag–, sino también las inhumanas condiciones de la prisión de Lubianka, donde fueron encerrados, torturados y condenados poetas y escritores críticos con el estalinismo. Así fue para Isaak Babel, que después de ser cruelmente interrogado fue condenado y fusilado, y para Ósip Mandelshtam, que murió en 1938 tras ser deportado al campo de Kolim, donde también murió la escritora e intelectual Evgenia Ginzburg.

«Entre sarna, piojos, chinches y toda clase de animales, sin libertad, sin ti, Josefina, sin ti, Manolillo de mi alma, uno no sabe a ratos qué postura tomar, y al fin toma la de la esperanza que no pierde nunca», recogió Miguel Hernández en una de las tantas cartas que desde prisión envió a su mujer. En esas cartas, el poeta transmitía una esperanza que, en realidad, estaba perdiendo y obviaba, o suavizaba por lo menos, las terribles condiciones en las que se hallaba. Porque, en verdad, el sentimiento que predominaba en Hernández era la desesperación ante la imposibilidad de salir de prisión. Detenido a finales de abril de 1939, Hernández primero estuvo recluido en la prisión de Huelva y, posteriormente, sentenciado a pena de muerte en la de plaza del Conde de Toreno, en Madrid. Allí coincidió con otro escritor, Antonio Buero Vallejo, detenido también por su defensa de la República. Buero Vallejo tuvo más suerte y fue liberado en 1946, mientras que Hernández murió, por falta de asistencia médica, de tuberculosis en la enfermería del Reformatorio de Adultos de Alicante.

«He pasado muy malos ratos, me he sentido muchas veces débil, casi extenuado, pero nunca he cedido ante la debilidad física y, hasta donde es posible afirmar estas cosas, no creo que cederé de ahora en adelante», le escribió desde prisión Antonio Gramsci a Julia, la madre de sus hijos. A diferencia de Hernández, Gramsci falleció en libertad en 1937, en Roma. Tras varios años en prisión, su salud se vio muy deteriorada y, justo el día en que se suspendían las medidas de detención contra él, un derrame cerebral acabó con su vida. Cinco años antes, en 1933, Curzio Malaparte, que había sido un ferviente fascista y fiel sostenedor del proyecto mussoliniano, fue trasladado a la prisión romana de Regina Coeli y, posteriormente, confinado a la isla de Lipari. El motivo no era otro que difamar a Italo Balbo, uno de los principales participantes en la marcha sobre Roma y ministro de Benito Mussolini, acusándole de estar organizando un complot contra el dictador.

En las antípodas ideológicas de Malaparte, Carlo Levi también fue confinado: en 1935 es enviado a Grassano, un pueblo de la región de Basilicata, en el sur de Italia, durante un año. Si bien el confinamiento no es la cárcel, la experiencia de aislamiento y de reclusión es similar. Lo experimentó Miguel de Unamuno, que durante la dictadura de Primero de Rivera fue confinado en Fuerteventura.

El caso de Malaparte, autor de La piel, subraya que los escritores, por el solo hecho de serlo, no han estado necesariamente en el lado correcto de la historia. La defensa de valores como la libertad, la democracia o el respeto del otro no necesariamente ha sido objeto ni de su literatura ni de su compromiso ciudadano. Pocos ejemplos más paradigmáticos que el de Jean Giono, encarcelado en 1944 acusado de colaboracionismo o de Louis-Ferdinand Céline, que en 1945 es condenado en Dinamarca por su colaboración con la Gestapo y condenado in absentia también en Francia, su país de origen, donde regresó en 1951 tras lograr la amnistía gracias a la movilización de intelectuales tan dispares a él en términos ideológicos como Jean-Paul Sartre.

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A. M. I.

Se suele decir que Miguel de Cervantes comenzó a pensar e, incluso, a tomar las primeras anotaciones de El Quijote durante su estancia en la cárcel de Sevilla, acusado de quedarse con parte del dinero que recababa como recaudador de impuestos. Cervantes no es el único autor al que le acompañó la escritura durante su tiempo en prisión. Diez años duró la detención de Silvio Pellico, una década a lo largo de la cual escribió Mis prisiones, libro que se convirtió en uno de los títulos más leídos en Italia y que lo convirtió en uno de los autores italianos más conocidos en la Europa occidental del XIX. También en prisión Antonio Gramsci escribió uno de los textos más relevantes para la teoría marxista y para el pensamiento político del siglo XX: Cuadernos de la cárcel. Durante su arresto domiciliario Xavier de Maistre escribió su delicioso Viaje alrededor de mi habitación, texto que bebe directamente de esa experiencia de obligado encierro con la única compañía de los libros. La historia de Miguel Hernández es la más dramática de toda las aquí narradas: desde prisión, escribió Cuentos para mi hijo Manolillo, relatos escritos para ese niño al que sabía que no vería crecer.

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