Recuerdos de un niño
Treinta años después de la guerra de los Balcanes,vuelven el miedo, la risa y los juegos

Recuerdos de un niño / Levante-EMV
Álvaro Pons y Noelia Ibarra
A principios del siglo, Sento Llobell iba en uno de los camiones que llevaban ayuda humanitaria a Mostar, en Bosnia. Sus experiencias en ese viaje a la locura de la barbarie de la Guerra de los Balcanes quedaron registradas en Viaje a Bosnia, donde la inmediatez de los sentimientos que le desbordaban solo se podía expresar a través del dibujo.
Veinticinco años después, Denis cocina una paella para la familia, en la casa de Sento y Elena Uriel. Tras el horror de Bosnia Herzegovina, llegó a Sagunt como un niño de acogida y pasó a ser uno más de ese hogar. Alrededor del arroz burbujeante, humeante, los recuerdos del niño comienzan a volver, esos momentos de miedo y pánico que quedaron grabados en la mente de un pequeño que, a los seis años, veía cómo el mundo a su alrededor se destrozaba. Y, al igual que en el primer viaje, la única manera de trasladar los sentimientos narrados es mediante la historieta. Una conversación de sobremesa que no banaliza el espanto, sino que aporta el poso de la reflexión que la distancia de tres décadas confiere y, sobre todo, el aprecio de los seres queridos, pues la familia no solo se construye por el linaje genético, sino por los lazos de afecto gestados libremente.
Con ese punto de partida, Elena y Sento van recuperando en Días sin escuela (Astiberri) una historia diseñada desde la confrontación de la memoria del ayer con la realidad del hoy, separada por un cromatismo que usa una paleta de verdes como expresión de lo ocurrido mientras que el presente se nutre de colores brillantes y vivos. Un pasado narrado por dos pequeños que viven para jugar, como ese niño emocionado con su balón de fútbol y con el Barça, pero que tendrán que abandonar su casa y su familia para poder sobrevivir al genocidio. El aséptico verde parece evitar la dureza del relato truculento de los asesinatos sin sentido, pero es solo una ilusión: la memoria de ese niño se fija en las cosas pequeñas, pero conecta directamente con nuestros recuerdos de las imágenes del pogromo.
Los autores eluden recrearse en escenas terribles, pero sin renunciar a la conexión de los lectores con los sentimientos de Denis, a través de un segundo plano que transita entre lo dibujado y lo apuntado, con todo su realismo. De esta forma cuentan cómo un niño no reconoce a su padre demacrado, pero nosotros sabemos de la tortura, el dolor, el sufrimiento y la sangre sin necesidad de que sean dibujados. El medido equilibrio desde el que alternan pasado y presente erige esa paella como un espacio seguro, un lugar donde refugiarse de un terror que nunca debería ser revivido, pero que retorna con fuerza en los titulares de los periódicos.
No es fácil narrar la crueldad sin caer en el sensacionalismo, pero Elena y Sento se fijan en esos diminutos fragmentos que pasan desapercibidos desde la comodidad del hogar al ver las noticias, esos que dejan heridas que luego pueden ser reabiertas con facilidad, esas pequeñas ofensas cotidianas a quienes tienen el sufrimiento tatuado ya en sus almas. Esa escuela que es necesaria para marcar los ritmos de la vida y que, cuando está cerrada, nos deja huérfanos de la seguridad de la rutina, de la normalidad que la ausencia de peligro en el día a día supone. La metáfora del título no puede ser más explícita.
Nos hacen comprender el valor de entender a quienes padecen, de ponerse en la piel del que sufre para odiar con todas nuestras fuerzas las guerras y la muerte sin sentido que provocan.
Ojalá muchos hoy leyeran estas maravillosas páginas de Elena Uriel y Sento Llobell.
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